EL SÍNDROME DE ESQUILO
Talleres y librerías son, en todas partes, espacios donde es posible aprender el oficio de escritor. En una ciudad que, como Torreón, no tiene facultad de Filosofía y Letras, los talleres y las librerías se vuelven sitios clave. Si hablamos de los primeros hay que mencionar los esfuerzos de escritores como Saúl Rosales en el Teatro Isauro Martínez, Fernando Martínez en la Casa de la Cultura y Jaime Muñoz Vargas en la Ibero. En cuanto a librerías, las hay de dos tipos: las que exhiben sólo novedades con fecha de caducidad y las que, sin dejar de navegar en las difíciles aguas del negocio editorial, funcionan también como espacio de encuentro y como memoria colectiva. Siempre he preferido estas últimas. Durante muchos años esta función recayó en librerías como Otelo, de don Jaime Martínez, o El Libro Usado, de la familia Wong, ambas referentes para la buena literatura en nuestra comarca.
Mañana martes se cumplirán tres años exactos de que surgió en Torreón un espacio donde grabadores, ilustradores, fanzineros, artesanos y escritores podemos comunicarnos. Un sitio dirigido por Ruth Castro y Fernando de La Vara que es mucho más que una librería. Un espacio que propicia talleres, que pone a dialogar las diferentes disciplinas artísticas, las humanidades y las ciencias. Se llama El Astillero. Este lugar se ha convertido en una escala obligatoria en mis frecuentes visitas a Torreón. Iliana y yo hemos comprado allí grabados de los chanates, hemos hallado títulos de la Biblioteca del Estudiante Universitario dirigida por Sergio Pitol, y hemos adquirido también poemarios, fanzines, libretas cosidas a mano y separadores. Mi esposa, académica con dos posdoctorados, ha encontrado allí bibliografía para sus proyectos de investigación. Carolina, nuestra pequeña de dos años, ha encontrado allí varios de sus libros favoritos, entre ellos los de Taro Gomi y los de Anthony Browne. Y yo, asiduo lector de novelas policiacas, he hallado allí misterios firmados por autores locales, lo mismo que raras ediciones de autores europeos y sudamericanos. Así que hay libros para todos.
Conocí este espacio por recomendación de dos jóvenes laguneros: el narrador Edgar "Lacolz" González y la poeta Aleida Belem Salazar. Ambos han sido, en este tiempo, parte muy importante del equipo. Un equipo que tiene muy claro que vender libros no es necesariamente crear lectores. Por ello, además de promover literatura de alto voltaje, en estos tres años El Astillero ha dado cobijo a muchos talleres. Destacan por ejemplo los de escritura feminista, los de poesía, de narrativa, de encuadernación y de dibujo, así como las sesiones de cuentacuentos para los más chiquitos. Se trata de un espacio en donde todo gira en torno al libro en sus distintas fases: como proyecto de escritura, como objeto físico, como objeto de estudio académico e incluso como aventura cotidiana. Se han promovido también círculos de lectura (sesionan todos los jueves a las 6:30), charlas en torno a salud reproductiva, aborto, y hasta noches de spoken word.
Otra de las iniciativas de la casa es el fanzine literario Palabracadabra, publicación sin fines de lucro que se arma con colaboraciones voluntarias. La revista reúne a escritores (tanto noveles como experimentados) con artistas gráficos contemporáneos de habla hispana, en un formato rústico y accesible.
Como todos sabemos, un astillero es un taller donde se construyen y reparan barcos. La definición de Wikipedia aclara que los astilleros se construyen cerca del mar o de ríos navegables. La historia se cuenta sola: sólo alguien con visión profunda podría construir un astillero en pleno desierto, en un estado que no tiene mar. Sólo alguien con visión profunda podría apostar por un espacio así en una comarca que insiste en ver las artes como meros divertimentos. Ruth y Fernando han tenido esa visión. La última vez que visitamos El Astillero, hace apenas un mes, una tolvanera azotaba la ciudad. Quiso la fortuna que encontrara sitio libre para estacionar sobre la avenida Juárez, así que decidimos caminar. Eran las cuatro y media de la tarde y el viento arreciaba cargado de polvo. Fue Carolina, que caminaba contra el simún, quien nos los hizo ver: en plena avenida Morelos se recortaban contra el cielo pardo las siluetas de uno, diez, cien barcos con las velas henchidas. Juraría que comenzaban a moverse.