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ENFOQUE

RAUL MUÑOZ DE LEON

Aprender a leer; aprender a escribir

A todo estudiante; de cualquier nivel; de cualquier institución.

Uno de los objetivos primordiales del estudiante, cualquiera que sea el nivel que cursa y cualquiera la institución, sea pública o privada, en la que realiza sus estudios, debe ser el de aprender a investigar, a ser autodidacta. Esto que en el pasado reciente era relativamente posible, cuando los profesores exigían a sus alumnos realizar labores de investigación para poder ser evaluados, obligándolos a asistir a bibliotecas, hemerotecas, museos, a consultar libros, documentos, archivos; a acudir a las fuentes de conocimiento con el propósito de obtener información, desarrollando aptitudes, habilidades, destrezas, muchas veces ocultas, dando como resultado la capacidad creativa del estudiante, de la que se sentía orgulloso y presumía de ello.

Hoy, lamentablemente, esa posibilidad de exigencia se ha diluido prácticamente. Computadora, internet y celular, y no necesariamente en ese orden, se han convertido en los instrumentos y herramientas de trabajo de los estudiantes. Sin esfuerzo de ningún tipo, sin trabajo alguno, sin enfrentar alguna dificultad, grande o pequeña, el estudiante obtiene la información que necesita, y aun la innecesaria, lo que se traduce en una atrofia de su capacidad intelectual. Basta con dar una orden verbal o de texto al dispositivo de su móvil o de su equipo de computación, para que en cuestión de segundos le dé la respuesta a lo solicitado, sobre los más variados y distintos temas del amplísimo campo del conocimiento humano.

A pesar de ello hay que insistir en el objetivo de desarrollar en el estudiante aptitudes de investigación, haciéndolo trabajar fuera de las aulas. El mayor daño que puede hacérsele es solucionarle todos los problemas, porque eso anula la necesidad de esfuerzo. Es frecuente entre nuestros jóvenes estudiantes pensar que con la ayuda de un libro se puede aprender a escribir. Esta es una idea errónea, no hay libro por muy bueno y prestigiado que sea su autor y mucha su calidad intrínseca que enseñe a leer y menos, aun, a escribir. Para alcanzar tales objetivos se requiere de un esfuerzo continuo, reiterado que nos conduzca a manejar un lenguaje, más o menos adecuado, buscando elegancia y precisión.

Dicen los que saben de esto: si queremos usar nuestro lenguaje con propiedad, con arte, es necesario trabajar, ejercitarlo, observarlo con cuidado, pulirlo y pulir nuestro gusto por él. Dominar sus asperezas y otorgarle libertades; pero, antes que todo, necesitamos trabajar. Afortunadamente contamos con la materia prima que es esencial: sabemos hablar, o sea, emitir e interconectar sonidos; y sabemos escribir, es decir plasmar e interconectar signos o rasgos. En ambos casos, es para obtener un producto, que es la palabra, las palabras, y con éstas elaborar ideas que representan conceptos e imágenes. Así estamos ante la perspectiva de iniciar nuevas labores, pues hemos adquirido cierto nivel de conocimientos que nos permitirá avanzar.

Cuando aludimos a la necesidad que tenemos de aprender a leer y a escribir, título de este Enfoque, no nos referimos a la simple interconexión de sonidos y símbolos, sino a la necesidad de seleccionar lecturas instructivas, educativas, que enriquezcan nuestro espectro literario y mejore nuestro bagaje lingüístico para tener una correcta redacción. Son recomendables para este propósito los volúmenes editados por la Universidad Nacional Autónoma de México que constituyen textos variados y que forman en conjunto lo que se conoce como Biblioteca del Estudiante.

Conviene aquí hacernos las siguientes preguntas: ¿Es necesario un Taller de Redacción para alcanzar los objetivos de aprender a leer y a escribir, es decir, a redactar? La respuesta es afirmativa. ¿Es suficiente ese Taller? No, tiene que complementarse con otros elementos que sirvan como auxiliares: trabajos de análisis literarios; elaboración de cuestionarios sobre temas diversos; acudir en consulta al diccionario cuando en un párrafo o texto encontremos un vocablo cuyo significado no tengamos seguridad de saber; los diccionarios, especialmente los enciclopédicos, son una rica y abundante fuente de mejoría de nuestro léxico. Acudamos a ellos.

En nuestros estudiantes de preparatoria, de vocacional, incluso de normal, que suponemos son los futuros profesores, se presenta un fenómeno que se antoja paradójico: con honrosas y contadas excepciones, los jóvenes que han alcanzado el nivel medio superior, lamentablemente, tienen dificultad para expresarse. Hay un conformismo colectivo de los maestros de determinado nivel que culpan de esa deficiencia a los profesores del curso anterior, convirtiéndose tal situación en un círculo vicioso.

Y, paradójicamente, los jóvenes quieren comunicarse con todo y con todos, anhelan relacionarse con el mundo que los rodea. Esta es la condictio sine qua non para el nacimiento de una lengua, es decir, la necesidad de comunicación. El ser humano en general, en ciertos momentos de su existencia se siente incomprendido por parte de los mayores. Muchos son los que severamente afirman "que el adulto no entiende lo que hablamos entre nosotros".

Se trata de falsas divisiones planteadas por la condición humana para el estudio; tanto por los que se pierden en la búsqueda infinita de las causas justificatorias, como por aquellos que todo lo dividen y clasifican. De ahí el anhelo que señalaban los tratadistas clásicos sobre la adolescencia; de ahí lo que se ha dado en llamar "brecha generacional" en la que se afanan y distraen los sociólogos de nuestros días. Generalizar diciendo que los jóvenes no saben expresarse, ofende y lesiona la sensibilidad de quienes opinan que sí saben hacerlo. Debe acabarse con la falacia que señala una separación entre el mundo del adolescente y el del adulto.

El hombre necesita hablar, siempre hablar, entenderse con sus semejantes sin distinción de edades, sexos o categorías. Para hacer efectiva esa comunicación requiere aprender a leer y comprender textos literarios específicos, y sobre todo a aprender a escribir, esto es a redactar, a perfeccionar su expresión escrita. Si no sabemos expresarnos hay que aprender, y si sabemos, aspirar a hacerlo mejor. El problema existe; hay que encontrarle solución, no investigar quién es el responsable de su planteamiento.

Como aportación al propósito de inducir buenas lecturas en provecho de los jóvenes estudiantes, incluimos en esta labor un fragmento del trabajo de la escritora Josefina Maynadé, publicado por Editorial Orión, titulado LA VIDA SERENA DE PITAGORAS

En el decurso de su confidencia Pitágoras se vanagloriaba inconcientemente, ante la madre, de su destacada aportación al crecimiento de Naucratis. Él era allí el pedagogo más solicitado, , el orador más brillante, el intérprete y el traductor más consultado. El organizaba los mejores espectáculos líricos de poesía, de danza y de música. Era el impulsor de los juegos, el animador de las controversias públicas y privadas. . .

Y, satisfecho, sonreía a la luna, la faz alzada a su radiante cenit.

Entonces tuvo un fugaz atisbo de clarividencia guiadora.

Encuadrada por el marco de plata del astro nocturno, vio aparecer un instante el busto de su madre. Su hermosa faz ya levemente ajada, ornada de cabellos grises, inclinóse ante él bajo el manto obscuro que la cubría, y le dijo, sonriente: "¿Lograste la sabiduría que viniste a buscar aquí, hijo mío?"

La visión desapareció. Pero su significado prendió inmediatamente en el alma espectante de Pitágoras.

Cerró los ojos, la cabeza levantada aún, y meditó largamente así sobre las tiernas palabras de la aparición.

Y díjose a sí mismo: "En efecto, ¿qué viniste a buscar a Egipto, la fama o la sabiduría?

Su alma vio claro el imperativo de su misión. Entonces, tuvo un lapso de hondo enternecimiento. Todo lo que había logrado a la faz del mundo, todo lo que era su varonil hermosura, su destacada personalidad, su brillante prestigio, desaparecieron, se borraron de golpe, como absorbidos por su evocado ideal interno.

Se sintió indefenso como un niño, humilde ante la inmensidad del destino que lo reclamaba, solo en la nueva noche abierta ante su alma. . .

En voz baja, clamante y temblorosa, dijo a la luna, como justificándose:

"Madre mía: yo intenté varias veces, desde mi llegada, ser admitido en el seno de los misterios. Me fue denegado siempre. Los sacerdotes no me abrieron las puertas de sus santuarios. Ayúdame tú, ahora, a requerir la dádiva de su señoría. . ."

Oyó Pitágoras sus propias palabras como si vinieran de muy lejos, del fondo insondable de sí mismo. Como si se abrieran como flores a la luz confidente de la noche.

Entonces le invadió una gran paz. Una paz inmensa que borró de su ego hasta el último contorno de su pasada personalidad.

Respiró hondamente y, por un instante, tuvo la conciencia de su identificación con el universo.

Después, como si despertara, puso en tensión todos sus miembros ateridos por el frescor de la noche y la larga inmovilidad. Anduvo agrandes pasos rodeando la linde del sagrado recinto solitario.

Cuando descendía las amplias gradas del Hermeión, empezaba a clarear el cielo del oriente.

Desde entonces, fiel a una íntima promesa, Pitágoras se fue retrayendo de la vida pública. Paulatinamente, se confinaba. Pasaba la mayor parte del día en la biblioteca, en su morada o en el templo. Renunció a cargos y a honores. Y se consagró al estudio de los libros sagrados y a la meditación.

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