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RAÚL MÚÑOZ DE LEÓN

La gente de aquella población del norte de la República, ciudad pequeña, apacible, risueña y romántica, se preparaba para celebrar el nacimiento de Jesús, el Niño Dios, como enseñaron los adultos a llamarlo.

La temporada invernal se había anticipado demasiado, pues apenas era finales del mes de noviembre y ya dos fuertes heladas se dejaron sentir; a principios de diciembre cayó la primera nevada, de las muchas que vendrían más adelante, según anunciaron las autoridades del clima, lo que auguraba un invierno intenso y duro.

Hombres y mujeres, sacaban abrigos, suéteres, bufandas, ropa gruesa para hacer frente a aquella contingencia, con el propósito de proteger a niños y ancianos, por ser los más vulnerables. Vaciaban roperos, guardarropas, closets, con el fin de tener a la mano la indumentaria adecuada al temporal y así evitar malestares y enfermedades respiratorias que impedirían, de presentarse, pasar la Navidad alegre y feliz.

Era una ciudad, cuyos pobladores apenas unos meses atrás habían resentido las consecuencias de lluvias torrenciales que inundaron calles de varias colonias, afectaron viviendas, algunas de las cuales se vinieron abajo por la humedad y la acumulación de agua en techos, azoteas y terrazas. Sin embargo, estaban acostumbrados a afrontar situaciones difíciles y complicadas, superándolas siempre; la Navidad estaba próxima y había que recibirla con alegría, entusiasmo y optimismo. La gente transitaba apresuradamente por las calles, inundando con su presencia mercados y plazas.

Los grandes almacenes y centros comerciales saturados de personas, ansiosas y desesperadas, buscando el artículo o los objetos que serían el regalo, con el cual pretendían, vanamente, demostrar afecto, cariño y amor. ¡Ilusos!, sólo pensaban en "cosas" en vez de sentimientos y valores, ignorando lamentablemente la plegaria de espiritualidad tan necesaria en estos días: "¡Señor: dame vida para gozar de las cosas, y no cosas para gozar de la vida!".

Aquel buscaba lentes Polaroid o Ray Ban, mientras éste lo que pedía era ojos, pues había perdido la vista; una mujer, vanidosa, se interesaba por esmalte para sus uñas, pero otra lo que quería era sus manos que le fueron arrancadas en un accidente; ésta deseaba un vestido elegante, para lucirlo en el baile de fin de año; en tanto que aquella rogaba a Dios le permitiera caminar, pues a causa de un problema vascular cerebral perdió su capacidad motriz; uno quería corbata, y otro lo que deseaba era la camisa. ¡Oh, misteriosa condición humana! ¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!

No son las cosas materiales, las susceptibles de aportar felicidad; éstas se diluyen, se destruyen o se consumen; son efímeras y al final no proporcionan satisfacción; en ellas sólo hay vanidad en quien las regala y morbo en quien las recibe. Hay que fomentar en los niños, desde ahora, una cultura de valores espirituales que son los verdaderamente necesarios y satisfactorios. Los que persisten en el tiempo y se hacen eternos. Muy conocido es el cuento del tipo aquel que pide a los Reyes, zapatos de cierto estilo y calidad, y al no concedérselos, reniega y reclama airadamente. Al salir a la calle, se topa con un pordiosero que, suplicante pide unas monedas para comer, y al observarlo el tipo, se da cuenta que le faltan los pies. ¡Él, renegando por unos zapatos, cuando hay otros que lo que quiere son pies para poder caminar!

Tenemos lo necesario y nos preocupamos por lo contingente; le damos más importancia a lo superfluo, y nos olvidamos de lo esencial. No somos felices porque deseamos cosas que no necesitamos; gastamos lo que no tenemos en adquirir cosas innecesarias. A los hombres y a las mujeres de nuestros días, víctimas de la sociedad de consumo, les interesan los autos, la ropa, los viajes, los "plasmas", los perfumes, las joyas, el lujo. Quieren aparentar ante los demás, ocultando o disfrazando su auténtica personalidad, situación que les produce ansiedad, angustia y "estrés".

Unos tienen de más y otros, que son mayoría, carecen de lo indispensable. En la vorágine que genera la festividad navideña, muchos se debaten en la pobreza y en la miseria, padeciendo hambre, frío, enfermedades y soledad; mientras muy pocos derrochan en la abundancia y en la vanidad. Desigualdades sociales generadas por la diferencia económica. Nadie tiene derecho a ser feliz, cuando come, si otros tienen hambre y sin medios para satisfacerla.

En la mesa del rico hay pavo, pierna, bacalao y caviar, y el pobre es feliz si en la suya hay, por lo menos, tamales y buñuelos; el que tiene brinda con champaña, wisky o cognac; el que carece dice salud con sidra, tequila, atole, o un simple café. En la casa del afortunado hay abrigo y calefacción en invierno; refrigeración y clima artificial en verano; mientras que en la del desgraciado las personas se conforman con calentones y braceros para soportar el frío, y con abanicos de cartón para ahuyentar el calor.

En el guardarropa del potentado hay abrigos, trajes, camisas y pantalones; zapatos, botas, tenis y pantuflas; en tanto que en el ropero del desafortunado sólo un pantalón, una camisa y un modesto par de zapatos. Las comodidades del rico contrastan con las carencias del pobre. Los discursos de los políticos retumban en los oídos de la gente: "Que nadie tenga lo superfluo, mientras haya quien carezca de lo necesario". ¡Demagogia pura!

Esta época es propicia para que demostremos nuestra condición humana: desprendámonos del egoísmo y seamos altruistas con nuestros semejantes. Manifestemos solidaridad y vayamos en ayuda de quienes necesitan. Regalemos amor, afecto, apoyo, respeto y colaboración. Son muchas las buenas intenciones, pero pocas las acciones. Y de buenos propósitos todos podemos presumir, pero de ejecutarlos, muchos quedamos debiendo. En un mundo tan complejo y conflictivo como el que vivimos; en un tiempo en que todos desconfiamos de todos; las relaciones humanas en bancarrota; en el que el índice delictivo va en aumento día con día; queremos y necesitamos de afecto, de calor humano, tanto darlo como recibirlo.

Fomentemos el acercamiento, mantengamos encendido el fuego del hogar; agradezcamos a Dios que tengamos vida, que nos proporcione salud y alimento; que tengamos una buena esposa, un buen esposo, a nuestro lado; que tengamos hijos y que nos haya proporcionado la dicha de los nietos; que nos dé el oxígeno y el agua; que tengamos un techo para guarecernos y un lecho en donde descansar. Que nos permita disfrutar de las plantas, de las flores, de las aves y de los peces. Que tengamos mares y ríos; en fin, que sea tan generoso y benévolo con nosotros, caracterizados por la ingratitud y la indiferencia, pues si somos sinceros, la verdad es que no merecemos lo que nos ha sido dado, y nada hacemos para merecerlo.

Hagamos conciencia de que necesitamos mejorar. El mundo cambiará positivamente, si empezamos por cambiar nosotros en ese sentido. ¡Por lo pronto, con nuestros mejores deseos para una Navidad Feliz, y que el próximo año nos encuentre en la ruta de la plena transformación social!

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