Evocaciones con Tequila
Los días de este invierno palearon mi mente para desenterrar días de los veranos que me han llevado a Tequila desde Guadalajara. Son famosos los viajes del tren llamado El Tequilero y los de camiones turísticos que pasan a recogerlo a uno en el hotel y aun los que salen de las inmediaciones del palacio municipal de la capital de Jalisco pero en los últimos veranos he preferido el viaje independiente, libre de horarios y de la imposición de rutas. Internet me facilitó localizar transportes adecuados y sitios interesantes que en los viajes de agencias no quedan incluidos.
De Guadalajara a Tequila en carro se pueden hacer 45 minutos; desde la central camionera vieja, en buenos autobuses, se hacen dos horas porque van rancheando. Pero esto no importa ya que en el verano los horizontes, aun antes de llegar a los paisajes agaveros y a las poblaciones cuna del tequila como Amatitán y El Arenal son para llevarlos en la mente cual estampas siempre entrañables y dignas de nostalgia.
La entrada a la calle principal de Tequila la marca una estatua dedicada al jimador. El jimador es el obrero de la destilería que despoja al agave de sus puntas para dejar las piñas pelonas listas para meterlas al horno. Desde aquí se puede caminar hasta el, digamos, centro histórico, por banquetas que bordean el empedrado. Si uno tiene suerte y pasea por allí cuando pasa el camión de la basura, cosa curiosa, lo puede escuchar no sonando la tradicional campana, sino reproduciendo en su público equipo de sonido las pulcras notas de Las cuatro estaciones, de Vivaldi.
A la calle principal la bordean, por supuesto, abundantes negocios y entre ellos las tiendas abarrotadas con innumerables marcas de tequila. Yo no sabía que algunas destilerías maquilan producción de tequila, así que puede uno introducir al mercado un tequila con su nombre o el que sea.
Si es uno observador, aparte de descubrir en las tiendas ciertas piedras de brillos modestos y misteriosos que al preguntar le dicen que son bajadas de los cerros, especialmente del volcán de Tequila, es decir, la curiosidad de uno se empeñó en los negros y cristalinos destellos de las piedras de obsidiana que más adelante mirará, no sin asombro, que fueron utilizadas para soportar el tránsito en las banquetas del centro. Pero decía, si uno es observador, descubrirá en cualquier pared de Tequila, placas fabricadas con azulejo tipo talavera de pocos centímetros cuadrados en las que se pueden leer la historia y leyendas de Tequila y del tequila. Por ejemplo, la leyenda de cómo apareció la bebida, cómo la donó la naturaleza a los indígenas; la de la diosa Mayahuel, dadora del riquísimo líquido que ahora disfruta la humanidad; la del Panchote, ya apuntada en estas páginas; pero también se enterará de declaraciones históricas de médicos, religiosos de alta jerarquía, cronistas y gobernantes que elogian las bondades del tradicional líquido espirituoso.
Sin la presión de los horarios programados por las agencias de viajes, uno puede recorrer las sinuosas calles del Tequila tradicional y aparte de los empedrados donde de pronto reluce la obsidiana o lo ilustran los mosaicos tipo talavera, aparecen los balcones de herrería de imaginación artesanal desbordada, las cornisas y los ornamentos art nouveau de los palacetes que son o fueron propiedad de los mujiks tequileros, los altos muros de la arquitectura doméstica de coloridos que alguna vez fueron originales y que ahora tal vez son norma municipal.
En fin, en una visita domesticada a Tequila, uno puede después platicar que conoció las destilerías de siempre, que vio el templo de san quién sabe quién, que se paseó en el vehículo que simula un barril, que compró tales tequilas. En una visita sin programa las cosas de Tequila tienen el aderezo de la libertad.