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MARCELA PÁMANES

En la retrospectiva encuentro un aparente sinsentido: las cosas que no son de mi agrado ahora, en otro tiempo me resultaban gozosas.

¿Cuánto de lo que hacemos en la vida nos gusta? La pregunta se presentó justo cuando decidí hacerme una revisión médica. A mí no me gusta ir al doctor, no me gusta hacerme análisis, le sigo teniendo miedo a las agujas, pero ni modo, ya tengo una edad que me obliga a acercarme a conocer cuál es mi estado de salud general.

Ni siquiera necesité tirar un poco del hilo de la cuestión para darme cuenta de lo siguiente: la vida está llena de lo que cotidianamente preferiríamos dejarle a otras manos: poner gasolina, barrer la banqueta, ir al supermercado, pintarse el pelo, acomodar los cajones, encontrar estacionamiento, manejar, pelar cebollas...

Al enlistar capto la banalidad del asunto. Me siento culpable de que sea eso lo que produce incomodidad y no algo más profundo o poderoso. No creo errar al advertir que todos tenemos, en mayor o menor medida, situaciones que preferiríamos que no fueran parte de nuestra vida. También reparo en otra arista del asunto: lo que para mí representa displacer, para alguien más será una oportunidad de gozo.

Y de ahí salto a otra pregunta: ¿Quién dijo que la vida no implica incomodidades, sufrimientos, días nublados, pérdida de sentido, errores emocionales, momentos de debilidad, yerros que ponen a flote nuestras carencias?

En la retrospectiva encuentro un aparente sinsentido: las cosas que no son de mi agrado ahora, en otro tiempo me resultaban gozosas. Cuando aprendí a manejar faltaban excusas si la idea era que mamá me prestara su coche. Hoy, el volante es causa de aversión.

Para todo hay un momento, el cuerpo se cansa, el espíritu vibra de modo distinto, en un instante algo es importante y luego, deja de serlo. Reconocer la temporalidad de los gustos o disgustos nos hace apreciar la evolución que hemos tenido como personas. También es justo decir, que habrá algo que nunca dejaremos de amar hasta que muramos, por ejemplo, escuchar música.

El papá de una amiga muy querida tiene más de 80 años y siempre le ha gustado sentirse independiente. Manejar el auto que él mismo acicala es una gran motivación, sin embargo, sus hijos han decidido que es mucho el riesgo, han recogido las llaves y las han guardado. Don Carlos ha caído en una tristeza profunda. Más que no conducir, le entristece saber que sus capacidades están disminuidas y es imposible repararlas. Este ejemplo es para enfatizar como, muchas veces, aquello que pensamos que nos gusta hacer forma parte de nuestra necesidad de reafirmarnos en la categoría de individuos capaces, vitales y autónomos. Si vamos al fondo, seguramente preferiríamos no hacerlo, o no me diga, amable lector, que conducir en esta selva de asfalto es muy agradable.

Las pequeñas mortificaciones implícitas en el diario vivir, cuando las hacemos con entrega, se convierten en ladrillos sobre los que construimos nuestras fortalezas. En lugar de renegar porque toca lavar los platos, hagamos de ello una meditación consciente. Hay que encontrarle la cuadratura al círculo, todo es cuestión de voluntad.

Lo que nos gusta hacer está vinculado a lo aprendido en el transcurso de la vida, en la familia de origen, con los grupos de amigos, en la escuela, en la sociedad en la que vivimos.

¿Gusto y placer es lo mismo? No necesariamente, aunque la diferencia exacta tendría que explicarla un experto en neurociencia. Yo me quedo en el terreno de que todos buscamos lo que nos haga sentir bien, lo que nos libere de esa concepción errónea de sufrimiento. Nos incomoda lavar, no nos hace sufrir; no nos gustan las piñatas, pero no sufrimos por ellas; si pudiéramos establecer esa diferencia con claridad, estaríamos en condiciones de fluir en el quehacer de lo que nos desagrada.

Es un lugar común decir “¿caminaste hasta tu casa?” como si fuera algo malo. Agradece porque puedes hacerlo y porque tienes casa. “¿Planchaste mucho?” Agradece porque tuviste dinero para comprar toda esa ropa. No sé si nos alcance para valorar a cada instante los privilegios envueltos en enfado y pesadumbre, lo que sí sé es que quisiera ser más agradecida y eliminar tanto disgusto sin sentido.

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