Infortunio del ahorro voluntario
Llegar a disponer de la parte que necesitaba representó pasar por incidencias que para su edad resultaban gravosas.
El Estado ejerce una conducta económica despiadada y expoliadora contra la clase trabajadora, más brutal en tanto el trabajador es más desvalido. Por las leyes de la dialéctica, entre más pobre sea el asalariado más grave es el golpe asestado a su precariedad.
Con las palabras anteriores interpreto lo que le sucedió a un viejo que empezó su vida laboral cuando a los empleados de las imprentas se les llamaba “tipógrafos”. Este viejo tipógrafo acudió a quejarse ante el periodista confiado en que la denuncia proletaria sirve de algo en el actual Estado capitalista.
El anciano trabajador, haciéndole caso a la propaganda oficial y no oficial que exhorta a los asalariados a incrementar lo acumulado en su Afore, ingresó al sistema de aportación voluntaria. Se privaba de algunas cosas para “meter billete” y hacer crecer una cuenta de ésas.
Al principio no sabía con qué propósito concreto incrementaba su cuenta, pero en la paupérrima proporción que podía hacía crecer los números de su ahorro voluntario. De pronto el viejo se ilumina y me dice que por lo menos su ínfimo “recurso” atesorado serviría a sus hijos para su funeral. Así no sería una última carga para ellos.
Sin embargo, la suerte le torció su generoso designio, le surgió una urgencia económica. Para su fortuna, podría solventarla con lo acumulado en la feliz caja de su Afore. Hacerle caso a la propaganda del Estado y a las instituciones del capital financiero de que atesorara le permitió salir del apuro económico.
Sus ahorros voluntarios más los intereses que le añadían, el “mentado rendimiento” ofrecido por el capital financiero, sin duda mínimo si se le piensa respecto a la inflación, pero al fin, ganancia, me dijo el viejo proletario, le iban a permitir solucionar su problema de dinero. Y así fue, pero…
Llegar a disponer de la parte que necesitaba representó pasar por incidencias que para su edad resultaban gravosas. Entre ellas, una desesperante fue la de que le autorizaran hacer la gestión del retiro de la cantidad solventadora de la emergencia surgida.
Como su Afore tiene el requerimiento de hacer por teléfono la cita necesaria para el asunto debió vagar a ciegas por el laberinto de las opciones en la que voces heladas de telefonistas grabadas remiten a otras opciones que a su vez remiten a una tercera serie de opciones para al final entrar en la apropiada mediante una cuarta marcación.
Para su mala suerte que, según él empezó cuando decidió volverse practicante de la aportación voluntaria, en esos días el sistema de citas por teléfono no funcionaba, oh país tercermundista con pretensiones de desarrollado. Otra helada voz de telefonista le indicó que debía hacer la cita a través de internet.
La determinación de nación de primer mundo que lo obligaba a él, ex tipógrafo de tercer mundo, a recurrir a la internet, lo llevó a conseguir una alma buena que en un cibercafé le tecleara e imprimiera, previa acumulación de papeles personales con que proporcionarla, la información solicitada por su administradora de fondos.
Los laberintos burocráticos, telefónicos y cibernéticos impuestos por el capital financiero –y otros tentáculos como los bancos–, finalmente le permitieron al ex tipógrafo llegar ante la ventanilla de un banco a retirar su dinero.
Presentó su orden de pago. El oscuro empleado sacó el dinero, lo contó, recontó y recontó a mano y luego lo metió a que una máquina lo contara. Por fin le dio al ex tipógrafo un recibo. Lo firmó, no sin antes preguntar por qué le entregaban menos de la cantidad especificada en la orden de pago. La Secretaría de Hacienda se había encargado de reducir, casi anular, las ganancias de la aportación voluntaria a la Afore.