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LLUVIA DE ESTRELLAS

HIGINIO ESPARZA RAMÍREZ

-Jesús, ¿Me escuchas?

Hoy desperté pensando en ti; llegaste a mi vida volando en un trineo, con una pistola hecha de lámina, de largo cañón rojo y mango negro. Era mágica: disparaba ilusiones y alegrías. Desde el primer disparo borró miserias y angustias e iluminó el dolorido rostro de mi madre.

La tomaste al vuelo en un jardín ajeno y la pusiste en mis manos con una gran sonrisa. ¿Te acuerdas? Tenía raspones y abolladuras y el gatillo rechinaba por la herrumbre. No era nueva, su dueño, un vecino, ya no la quiso porque esperaba juguetes nuevos y la tiró entre la hierba.

Eran los ricos del vecindario; nosotros, los pobres.

Sufrías por dentro; nunca te vi afligido. Por el contrario, trajinabas de un lado a otro para superar el mal tiempo con una sonrisa de esperanzas y ambiciones, yo, como beneficiario de tus afanes fraternos. Perdimos a temprana edad a nuestro padre pero tú lo reemplazaste sin demora.

Por eso hoy quise despertar con tu recuerdo. Tu imagen perdura en mi mente: esbelto y bien parecido, con una sonrisa de confianza en el futuro y los pies plantados con firmeza para que nada te hiciera perder el equilibrio. Heredaste las habilidades artesanales del jefe de la casa e hiciste el mejor de tus esfuerzos para mantener esa ruta. La vida, sin embargo, es cruel e impía, modifica rumbos y debilita voluntades.

Con tu regalo sorpresa a mis cuatro años de edad me hiciste muy feliz y tú también lo fuiste. Sacaste el pecho y extendiste los brazos con los puños cerrados a la manera de los héroes de las tiras cómicas que se imponen a la adversidad y se elevan triunfadores.

Arrancaste sonrisas y lágrimas a mi madre -a tu madre-, lágrimas que resplandecían de dicha y de sorpresa: nunca imaginó que tu magia pudiera revertir infelicidades por certezas.

Tu regalo navideño hizo milagros: reviviste en ella una fe maltrecha por las aflicciones de su vida difícil y le diste renovados ánimos para superar limitaciones y continuar adelante con sus empeños de siempre: alimentar, vestir y educar a sus hijos. Tú generosidad la hizo más fuerte.

Percibí claramente -imaginé más bien- el manto bienhechor que sutilmente extendías sobre nosotros, centelleante de estrellas, soles y lunas, de laureles y rosas, jazmines y azucenas, de claveles y flores de Noche Buena.

Placeres y emociones me brindó tu compañía pero no hubo oportunidad de que lo supieras por mi propia voz. Te fuiste prematuramente y ya no te lo dije. Lo hago ahora: -¿Me escuchas hermano?

¿Te acuerdas de la nevada aquella? Cubrió de blanco camellones y banquetas y a los grises pinabetes los transformó en estampas navideñas. ¿Era diciembre o enero? ahí si te voy a fallar.

Saltaste temprano de la cama y me trepaste a horcajadas a tus hombros con los pies bien sujetos por tus manos incipientemente callosas. -¡Agárrate fuerte! fue la advertencia. Y no esperaste más: comenzaste a brincar entre la capa nívea y a correr como saltimbanqui,

Con tanto retozo me solté de tu cráneo y mi cabeza cayó de rebote contra tu espalda. Sonabas como tambor de danzante a cada "cocazo". No caí a la nieve porque llevabas bien afianzadas mis piernas pero esa circunstancia me dio la oportunidad de admirar al revés los mantos de nieve hollados por tus zancadas intensas y joviales.

Tu gozo no te permitía percibir eventualidades y mucho menos el esfuerzo que hacía con la cabeza y las manos colgantes para tocar y probar la nieve con los dedos. Paraste a unos veinte metros de distancia del punto de salida, me acomodaste de nuevo en tus hombros y el regreso fue lento y con precauciones. Parecías el hombre de las nieves en su versión humanoide con su retoño agarrado de la pelambre.

Quizás exagero en los recuerdos de ochenta años atrás pero ahora los atraigo con más nitidez. Convergen en tu figura protectora y tu constante cuidado para que las carencias no lastimaran sentimientos infantiles.

Estoy seguro de que tampoco has olvidado la historia que sigue: en casa no había zapatos, anduve descalzo desde la infancia a los cinco o seis años de edad. Mis pies ya se habían encallecido con el piso pedregoso, de tierra y minúsculas espinas. Los "toritos", su nombre científico. Pero en aquella ocasión las púas se sobrepasaron y a cada paso soltaba, por analogía, un mugido lacrimoso.

No esperaste más y del cajón zapatero sacaste calzado infantil no reclamado por los clientes pero no había pares de mi medida. Hurgaste más a fondo y diste con un zapato non para niña, con hebilla oxidada y cuero aplastado y duro. No fue suficiente y fuiste por más: otra zapatilla huérfana fue el resultado. Lo malo es que eran del mismo pie: el derecho. Dos nones no hacen pares pero tu destreza se impuso y los emparejaste.

Al derecho impar lo hiciste izquierdo a punta de martillazos y al derecho lo dejaste derecho, con puntas abiertas y su correspondiente hebilla y correa, sólo que del mismo lado.

No lo olvido Jesús: como le sucedió a La Cenicienta metiste mis pies a la fuerza en las chanclas y de la mano me sacaste a las calles del barrio para presumir el "estreno". Me daba vergüenza pero nunca te lo manifesté: Me apretaban y jalaba más los pantalones para encubrir las hebillas de niña; intentaba caminar a la par pero el pie izquierdo se dolía con el aparejo adaptado.

Fueron mi primeras chanclas en la vida, chuecas y afeminadas, pero estabas orgulloso por este logro zapatero producto de tu ingenio y habilidad. Me los quité ese mismo día y los puse en un armario. Negros y escotados del empeine, con holanes trazados con minúsculas perforaciones en bordes y punteras; endurecidos por lo viejo, parecían objetos de ornato de mesa recubiertos de bronce patinado.

¿Y la lluvia de estrellas en aquellos remotos años? Colocaste en la banqueta dos o tres sillas y nos acomodaste en ellas para conocer por primera vez un fenómeno estelar. Eras el más entusiasmado y comenzamos a montar guardia. Tú en la azotea y nosotros abajo. Una hora después las estrellas no se movían del firmamento y cada vez que intentábamos meternos a la casa gritabas: -¡No se vayan, orita salen!

La noche se hizo más oscura y cuando la paciencia estaba por agotarse, miramos asombrados luces fugaces que caían y se perdían en estelas de humo. -¡Por fin llegó la lluvia de estrellas!, exclamé gozoso pero el desengaño vino rápido:

Te descubrí Jesús: No eran estrellas, sino los cerillos que encendías con frenesí y arrojabas sobre nuestras cabezas para simular que del cielo caían luceros. ¿Lo de la lluvia fue en serio o sólo una broma de connotación sideral? Realidades o ficciones, siempre te creí y siempre me fascinaste con tu imaginación.

Lo inesperado surgió pocos años después. De los tendidos de fierro viejo rescataste una desvencijada bicicleta, sin frenos ni pedales y con las ruedas torcidas, la cadena trabada por la herrumbre, el cuadro y los manubrios en similares condiciones. Tampoco tenía asiento.

En casa aplicaste lija y petróleo para limpiarla, enderezaste las ruedas restirando los rayos con unas pinzas de zapatero y de los cueros sobrantes del taller salió un asiento nuevo. Los cables de los frenos se hallaban sueltos y complicaron la rehabilitación.

No hubo desánimo de tu parte y aplicaste el arreglo no con la perfección requerida pero sí con los mismos efectos: las manijas de frenado quedaron al revés, es decir, encima de los manubrios y no abajo como era y sigue siendo el mecanismo normal. Por lo tanto había que jalarlas hacia arriba para detener o disminuir la marcha velocípeda.

El vehículo de pedales lo compraste y arreglaste para ti y yo no esperaba usarlo porque a los seis años de edad no pensaba en esa posibilidad. Sin embargo, me trepaste al asiento en plena calle en bajada y soltaste amarras. En el descenso aparentemente todo es fácil: no hay pedaleo, sólo deslizarse en línea recta, con la mirada al frente y las manijas agarradas sin los sudores del nerviosismo.

Tu exceso de confianza, Jesús, me mandó por los suelos. La flamante bicicleta torció el rumbo; recurrí a los frenos de emergencia, pero en lugar de jalar las mal puestas manijas hacia arriba lo hice para abajo y me estrellé contra el cordón de la banqueta. Otra vez las ruedas volvieron a su posición original de fierro viejo a causa del impacto: torcidas y desmadejadas

Esperaba un regaño pero no fue así sino todo lo contrario. Los raspones y heridas en brazos y cara te preocuparon más; con diligencia aplicaste lavados y ceniza de papel quemado revuelta con telarañas, un cicatrizante de rápidos efectos. Más tarde hiciste algo similar con el maltrecho biciclo -guardadas las diferencias- acomodaste el asiento, apretaste tuercas y tornillos y triunfalmente anunciaste:

-Es tuyo.

Jesús, esta noche es Noche Buena. En esta vejez que cargo -o que ella felizmente me carga a mí-, remuevo recuerdos profundos de aquel despertar infantil a tu lado. Este texto te lo dedico y le voy a dar lectura en la convivencia familiar para que todos -propios y extraños- sepan de tus valores, tu desprendimiento y tu preocupación por la familia, tu hermano menor en lo particular. No abandonaste a los tuyos -a los que más querías- en aquellos tiempos de crisis y penurias.

Desgraciadamente a tus 33 años de edad la vida no te perdonó, volaste en tu trineo al firmamento y entraste con honores al reino de la bienaventuranza. Ahora vuelves espiritualmente y lo festejo.

Esta Noche Buena resplandecen las estrellas y llueven en cascada; traviesos cerillos encendidos se mueven alborozadamente entre ellas. Es por ti.

¡Salud! hermano inolvidable. No puede haber un mejor homenaje a tu memoria. Mi corazón lo celebra.

(Diciembre 2016)

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