Lucía y la muñeca suprema
La casualidad le arroja al genetista del horror un caso digno de los conocimientos adquiridos en los buenos tiempos, días en que despachaba y destazaba prisioneros en un campo de concentración. Lilith posee casi todo el corpus ideal: rubia, blanca, ojos azules. La única tacha es su tamaño.
Hay cosas buenas que se dan en combo. En las artes pasa, por ejemplo, cuando un escritor, al momento de teclear, ya está visualizando la adaptación de la obra a otro lenguaje. Lucía Puenzo es una maestra en ese sentido. A Wakolda no hay más remedio que abordarla y viajar hacia el sur de las páginas sometido al dominio de una capitana que troca la serenidad en don de mando; la argentina exhibe una destreza similar al conducir la mirada del espectador hacia el oeste de los fotogramas.
La novela publicada en 2010 es la materia que nos ocupa. El discurso de la bonaerense destaca por una facilidad para relatar que acrecenta la profundidad de lo transmitido.
A esta historia de un doctor y sus muñecas no hay sino agradecerle por mudar al lector en cándido transeúnte colocado en la órbita de un prestidigitador pleno de recursos. Una lágrima por aquí, un enfado por allá, el asombro y el horror van atrapando la atención e impiden notar como las defensas van cayendo una a una. Ante semejante muestra de pericia no da vergüenza acabar desvalijado.
Los párrafos a veces llevan un ligero toque de periodismo -nada grave-; los capítulos son consistentes y cortos, en ocasiones la prosa es como andar en tirolesa (deslizarse y superado el vértigo decir “va de nuevo”); en varios momentos de la pieza se atestigua un uso de los calificativos que recuerda a un habilidoso jugador de Scrable en trance de hacer puntos en vertical y horizontal a la vez y con unos recuadros multiplicadores empeñados en aumentar la recompensa.
Puenzo nos presenta una Argentina que sirve de refugio a un célebre especialista en permanente fuga. El lugar y algunos pobladores se prestan con singular solicitud para brindar protección a un perpetrador de experimentos aberrantes que utilizaba conejillos de indias de razas impuras, un exterminador que “había dedicado la vida a liberar el mundo de las ratas y ahora –huidizo y cobarde, desterrado a los márgenes– empezaba a transformarse en una”.
La acción comienza en un escenario desértico y desde el inicio la sensación de soledad rodea a los personajes principales: Lilith y José. A pesar de la fascinación que ella produce en él, “Estaba convencido de que su encuentro había sido una coincidencia extraña, casi mágica, un sincronismo, uno de esos azares llenos de sentido, como diría Nietzsche”, ese aislamiento interior persistirá gracias a diálogos, situaciones y problemas tan consecuentes como peligrosos.
Lilith es una adolescente de camino a descubrirse, no está contenta con su cuerpo y lamenta no tener nada que ofrecer salvo a sí misma.
José, un refinado extranjero, está orgulloso de lo que es y lo que representa, pero vive escapando y fingiendo ser otra persona.
Al principio de la novela los dos juegan con muñecas. El doctor será el único que conservará ese hábito.
IDENTIDAD
José no es otro que Josef Mengele. Su desazón mayor proviene, más que de la condición de presa codiciada por el Mossad (servicio de inteligencia israelí), de la imposibilidad de proseguir con su misión.
Cuando observa características como aquellas que deseaba cultivar y producir en masa, su juicio cae pesado como un golpe sobre los indignos progenitores: “No era la primera vez que observaba el mismo fenómeno: la genética de dos individuos mediocres podía combinarse para traer al mundo especímenes perfectos”.
Su misión era contribuir a ganar la verdadera guerra, una que se reducía a elegir entre pureza o mezcla.
La casualidad le arroja al genetista del horror un caso digno de los conocimientos adquiridos en los buenos tiempos, días en que despachaba y destazaba prisioneros en un campo de concentración. Aquella mujercita posee casi todo el corpus ideal: rubia, blanca, ojos azules. La única tacha es su tamaño, no corresponde a su edad.
El caso inflama su afán científico y, a sabiendas de que la pequeña lo ve con ojos subyugados, da pie a un plan: quedarse cerca, ganar la confianza, ofrecer sus servicios como administrador de un tratamiento para ayudar a la menor a crecer unos centímetros.
La infiltración es efectiva; garantiza una presencia casi absoluta en la vida de aquella gente; la convivencia incluso da pie a revelaciones que acaban por estrechar los lazos. Josef descubre la excelencia del progenitor en la fabricación de muñecas dignas de seres superiores. Le propone que se conviertan en socios. De esa relación, sin embargo, saldrá una pista para el olfato israelí.
En este apartado merece una mención el personaje de Nora Eldoc. Esta mujer es otro de los puntos en los que la ficción de Puenzo converge con la historia. Eldoc es una voluntaria del Mossad y utiliza todas las herramientas a su alcance para dar con el matasanos que, entre otras cosas, la esterilizó.
Tanto en el papel literario como en el histórico el destino (entendido como fatalidad) de Nora, atado al de uno de los ángeles de la muerte del nazismo ya sea por el azar o por voluntad propia, es el mismo.
El relato forjado por Lucía del encuentro entre ambos es una minificción basada en testimonios de testigos.
La aparición de la espía acentúa tanto el escurridizo talante del médico como la efectividad de los contactos que le permiten sortear a sus perseguidores. Las advertencias llegan con el margen necesario para huir sin apuros. El doctor, sin embargo, tiene sus razones para alargar su estancia más allá de lo prudente.
MUÑECAS
La versión fílmica fue presentada en el Festival de Cannes, dentro de la sección Una cierta mirada, en 2013. Los asistentes a la función la aplaudieron de pie.
En el filme, explicó Puenzo a la prensa, quedó fuera mucho de lo que representa la esencia del libro, el juego de espejos entre dos muñecas que prestan su nombre a cada una de las mitades de la obra literaria: Herlitzka y Wakolda.
La primera es de la protagonista y la pureza del concepto se gana al instante la admiración de Mengele.
La segunda pertenece a una indígena llamada Yanka y sus maneras autóctonas no son del agrado de Josef.
Lilith y Yanka intercambian muñecas. Más adelante, cuando sea demasiado tarde, la familia indígena viajará en busca de Wakolda, palabra que significa 'hija de cacique'.
Las pistas están ahí. Sin embargo, los ojos con mayores opciones de hacer algo con ellas nunca llegan a verlas. En una incursión a la habitación del refinado huésped, la traviesa adolescente encuentra un puñal, una sortija y un cuaderno de notas. Lo abre y observa las figuras, se pregunta qué significa ese símbolo, no entiende el idioma de la escritura. Decide no compartir con nadie tales descubrimientos, teme que la invasión del espacio rentado sea motivo de un castigo.
Lilith actúa como niña, mientras Josef se comporta como un criminal perseguido que, a pesar de saberse relativamente a salvo, carga consigo una pastilla de cianuro.
Aún con el pensamiento suicida presente, puede confiar en que amigos y fieles del Tercer Reich no sólo siguen activos sino que gozan de recursos para mantener viva la llama encendida por el Führer. En una casa cercana al hostal de Enzo, apartada de curiosos, privadas reuniones transcurren con la tranquilidad de las buenas conciencias, los invitados comen, beben, cantan el himno nazi.
En sus comentarios a la prensa, la autora destacó su gusto por retratar “algo de la omnipotencia absoluta de querer manipular una raza entera, que está encarnado en Mengele”.
La razón para sentirse inquietos durante la lectura de la obra es bien explicada por una Lilith insegura y preocupada por “la complicidad que escuchaba en cada pliegue de las risas de su familia y el huésped alemán”. Las sociedades que surgen entre los ángeles de la muerte y las personas que no ven más allá de la pulcritud benefactora bien pueden acabar con una inyección de cloroformo en el corazón de los ingenuos.
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