San Virila sabía mucho porque había vivido mucho. Les ofreció a los legos del convento que le daría una hermosa cruz a aquel de ellos que buscara mejor la santidad.
Uno empezó a buscarla practicando asiduas devociones. Antes de la hora de maitines estaba ya de rodillas con los brazos abiertos, pronunciando en voz alta una y otra vez el nombre del Altísimo. Día y noche lo invocaba: hora tras hora le decía oraciones.
Una mañana San Virila lo llamó y le entregó un madero.
-¿Qué es esto, padre? -preguntó el joven.
-Es tu cruz -respondió el santo.
-Padre -replicó el lego, desconcertado-, ésta no es una cruz. No tiene brazos.
-La cruz -le dijo San Virila- está hecha de amor a Dios y de amor a sus criaturas. El amor divino nos hace alzar la vista a lo alto. Eso es lo vertical que hay en la cruz. Pero no hemos de olvidar a los hombres que sufren y que nos necesitan. Ese es el brazo horizontal; sin él la cruz no está completa. Tú, que ya amas a Dios, ve a buscar a tus hermanos y sírvelos en el amor.
El lego supo que San Virila decía la verdad, y fue a buscar en el mundo de los hombres el otro brazo de su cruz.
¡Hasta mañana!...