San Virila era manso y humilde de corazón. No tenía otra riqueza más que su pobreza.
El rey Cleto, por el contrario, era soberbio y prepotente. Su pobreza mayor era su riqueza.
Cierto día el altanero monarca hizo que San Virila se presentara ante él y le ordenó:
-Haz un milagro.
-Señor -respondió el frailecito-, los milagros no los hago yo. Los hace, a través de mí, el único que puede hacerlos.
-No sé de sutilezas -se irritó el soberano-. Pero te ordeno que hagas un milagro.
El santo suspiró, resignado. Hizo un ligero movimiento con su mano y el rey quedó convertido en sapo.
Al ver eso los cortesanos se espantaron. San Virila, apenado, se justificó:
-Órdenes son órdenes.
¡Hasta mañana!...