No te pongas celoso, Terry, amado perro mío: este día voy a hablar bien de un gato.
¿Recuerdas que tuvimos uno? Lo trajeron mis hijos cuando ellos y el gato eran todavía niños. Lo encontraron en la calle maullando de hambre y lo trajeron a la casa. Tú no dijiste nada -tú, que con tus ojos de mar lo decías todo-, y mi señora y yo aceptamos al minino con resignación.
Creció aquel pequeño tigre y se hizo dueño de la casa. A mi esposa y a mí nos veía como a sus vasallos. A ti te miraba con desdén. Se apoltronaba como rey en mi sillón, Se iba de la casa cuando le daba la real gana, y regresaba, hambriento y arañado, cuando la real gana le daba.
Y sin embargo su presencia fue importante para mí. Me dio un cierto sentido de humildad. Tú me hacías sentir dios. Él me hacía sentir esclavo. Y siempre es necesario alguien que te equilibre; que te ayude a ponerte en tu justa dimensión.
No me tomes a mal, Terry, que diga una cosa buena de aquel gato. Al hacerlo estoy diciendo mil cosas buenas de ti.
¡Hasta mañana!...