Esta gata es sinuosa. Su andar tiene ritmo de pantera y ondulaciones de serpiente. La miro y hago de cuenta que estoy viendo a Cleopatra, a Mata Hari, a Thais.
Va por lo alto del muro, reina o diosa, y pone en el cielo y en la tierra la amenaza de sus ojos amarillos. Si los clavara en mí me paralizaría, como hace con los pájaros que hipnotiza para devorarlos.
Ahora veo a la tigresa -iba a decir "veo a la mujer"- entrar a la bodega. Escucho en un rincón los tenues mayidos de una camada de gatitos, y miro a la madre tenderse para que coman de ella. Luego los acaricia con su lengua, y los acerca a su calor a fin de que no tengan frío. La ferocidad de la gata se ha convertido en suavidades y ternuras.
Yo, inepto varón, no comprendo cómo esa fiera fiera se vuelve toda amor y toda dulcedumbre. Antes entenderé los misterios de la religión que el de la maternidad.
Me alejo, reverente. El hombre debe mostrarse reverente ante un misterio que nunca entenderá.
¡Hasta mañana!...