Quienes tenemos uno a más perros, sabemos bien de su capacidad para identificarse con nosotros cuando estamos irritados, nerviosos, preocupados o tristes, emocionados, alegres o expectantes; sabemos de su intuición, de cómo parecen anticiparse incluso a nuestros propios sentimientos. Y quizá por eso, entre otras muchas cosas, nos sentimos tan unidos a ellos, tanto como unidos están ellos a nosotros.
Y sabemos también de cómo cada perro es diferente, de cómo cada cual expresa de manera distinta lo que siente, lo que vive, lo que aprende y de cómo interpreta también de manera diferente lo que nosotros le transmitimos, le indicamos, le pedimos.
Pero no es menos cierto que, a veces, cuando volcamos nuestras emociones en ellos, esos perros entregados y fieles que parecen entendernos mejor que nuestros padres, nuestros hijos, nuestra pareja, lo hacemos de forma equivocada.
Y es entonces cuando empiezan los problemas. Problemas que pueden estropear una relación estupenda, problemas que pueden tener como consecuencias graves para el comportamiento animal, para su capacidad de adaptación al medio en el que ha de vivir, que es el nuestro, no el suyo. Un medio que dista mucho de ser aquel en el que en condiciones de total libertad, habría de vivir el perro con sus congéneres.
Hace unos años, una propietaria de una pareja de perros, perdió a su bebé en el cuarto mes de embarazo. Sufrió un gran trauma durante meses, por cuanto ese hijo era muy ansiado y muy esperado.
Como consecuencia de la enorme pérdida, volcó sus emociones en sus dos perros y especialmente en la hembra, con la que estableció una relación de gran convivencia, como si percibiera que la perra, por el hecho de ser de su mismo sexo, la entendía mejor que el macho. Volcando esas emociones en la perra, le traspasó de alguna manera sus inquietudes, su sentimiento de su pérdida, de tristeza de frustración, sin darse cuenta de ello, y se agarró de la hembra como quién se agarra a un clavo ardiendo, con la desesperación que provoca la sensación de incomprensión por parte de la sociedad, de los amigos, que si en primera instancia estuvieron muy pendientes de ella y de su disgusto, inmediatamente pasaron a otras cosas y olvidaron.
Pasó entonces que la perra se convirtió en su mejor, casi la única, aliada y compañera. Y recibió todos los mimos, las atenciones y los estímulos afectivos, de todo punto excesivos, que le prodigó, que sin darse cuenta la fue atosigando hasta el punto de que cuando el animal tenía que quedarse solo, pues su dueña salía a trabajar, vivía auténticas crisis de soledad, destrozando todo lo que encontraba a mano. Y no sólo eso, sino que se convirtió en un animal irascible y protector en exceso de su ama, hasta el punto de que cuando salían a la calle para los habituales paseos, cualquiera que se acercara a su dueña para saludarla, era recibida con gruñidos destemplados y una actitud amenazadora, cosa que no hacía antes de los mimos.
Sin quererlo, la dueña había ejercido, con el exceso de mimos y de atención, un efecto equivocado en el animal.
Y ese efecto equivocado estaba teniendo como consecuencia un cambio muy negativo en el comportamiento de la perra. Tanto así que el animal necesitó de un largo período de readaptación, lejos de su casa y de su ambiente, para recuperar las buenas viejas costumbres y volver a ser el animal equilibrado, tranquilo y fiable.
Y es que los perros necesitan de nuestra atención, cierto, de nuestros cuidados, cierto también, de nuestro cariño, siempre totalmente cierto, pero también de su espacio vital, de una cierta distancia, desde donde poder vivir su propia vida de perros.
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