LA CADENITA
Esa mañana como todos los días se escuchaban los gritos alterados de un hombre regañando a su hijo huérfano de madre; Levántate ya es muy tarde, lávate la cara y los dientes, péinate, ponte la camisa, apúrate que ya es hora de entrar a la escuela, ya no hay tiempo para que desayunes, en el camino tomarás un jugo, pero no lo vayas a tirar. ¡Qué te dije tonto! Ya te manchaste el uniforme, me tienes harto, nunca aprendiste hacer bien las cosas, el chiquillo guardaba silencio, estaba tan atemorizado que no se atrevía a justificarse con su padre.
En la escuela, constantemente era reprendido por su maestra porque se distraía siempre pensando porqué no podía ser feliz como los demás niños. Esa tarde al regresar a casa se atrevió a romper el silencio y le dijo a su papá; Hoy me preguntó la maestra en que trabajas y no supe que responder. Yo entreno perros, dijo el hombre. ¿Y para que los entrenas? Preguntó su hijo, Los enseño a ser obedientes, a sentarse, a echarse, a quedarse quietos, a brincar obstáculos, a no hacer destrozos, cuidar la casa, proteger a los niños, los entreno para trabajar en la policía, en los bomberos, a rescatar personas, para salvar vidas localizando explosivos y muchas cosas más… ¡Ah! también los entreno para ayudar a caminar a las persona ciegas. Con mucho interés, el niño seguía preguntando; ¿Y les pagan a los perros por hacer todo eso? Claro que no dijo el papá, a cambio reciben mucho amor, atención y cuidados de parte de sus dueños o de quienes trabajan con ellos. ¿Y cómo logras entrenarlos? Preguntó el niño. Es muy sencillo dijo el papá. Solamente les pongo "Una cadenita", los llevo a pasear, camino y platico con ellos y poco a poco les voy a enseñando. Cuando no hacen bien los ejercicios los corrijo firmemente pero sin lastimarlos, después los acaricio para que sientan que no estoy enojado con ellos. ¡Pero se necesita mucha paciencia! El pequeño muy emocionado quería salir corriendo y platicar a sus amiguitos lo que acababa de escuchar, estando orgulloso de su padre, pero de pronto, con ese gesto infantil, característico y natural que hacen los niños cuando sienten que van a brotar sus lágrimas de gusto, levantó su carita inocente y dijo… ¡Ponme la cadenita! Yo también quiero salir a pasear y platicar contigo, quiero aprender muchas cosas de ti, quiero que me corrijas si lo hago mal y después me acaricias para sentir que no estás enojado conmigo. A cambio yo seré un niño obediente, no te haré enojar más, no haré destrozos, cuidaré la casa, aprenderé a cuidar las personas, a salvar vidas… Ah y si un día te quedaras ciego, ¡Yo te ayudaré a caminar! Por favor ponme la cadenita, sólo tenme paciencia. El padre sintió que aquellas palabras le desgarraban el pecho, ¡Que ciego he estado con mi hijo!. Es solo un niño pequeñito, lo quise convertir en hombre antes de tiempo, al abrazar a su hijo prometía sollozando que sería un mejor padre en adelante. Comprendió en carne propia el milagro del amor incondicional que nace de la mascota hacia su amo. Así como la cadenita transformaba el comportamiento de las mascotas, también había transformado el comportamiento del padre hacia su hijo, una cadenita que unió ambos corazones con eslabones de comprensión, paciencia y amor.
Ramón Sánchez M.