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ARTURO MACÍAS PEDROZA

LA CRUELDAD DEL MODELO EDUCATIVO PARA COMPETIR

Nació mentiroso como otros nacen jorobados. Tenía vergüenza de sus mentiras tan grandes como jorobas e igual de difíciles de esconder... pero el mentir es frecuentemente la única defensa de los débiles.

En el mundo que descubría él hubiera querido ser amado. Claro que hubiera querido jugar los roles que le hubieran traído la estima y el afecto del cual él estaba tan necesitado… pero él no tenía la competencia ni la habilidad. Debería haber sido inteligente, hábil con la caligrafía y dotado de una buena memoria para ser distinguido por los maestros. Debería haber sido arrojado, sin miedo, amar la discusión y las peleas para merecer la admiración de sus compañeros. El debería haber sido un niño explorador y gustarle las fogatas en las noches frías. El hubiera querido correr rápido y hacer ganar al equipo para evitar los sarcasmos del líder del grupo. El hubiera querido clasificarse entre los diez primeros y ser parte del cuadro de honor. El debería haber tenido carácter y no implorar por si mismo disculpas, a las primeras amenazas de castigo de la maestra.

El hubiera querido ser parte de esta raza de niños bulliciosos y juguetones que hacen desesperar a los papás y provocan admiración… Él, no era admirable. No era sino un pequeño mentiroso, mediocre en todo y bueno para nada, indolente y perezoso. Él era lo contrario del modelo de niños que quiere el "nuevo modelo educativo" basado en competencias y habilidades, que es parte del inhumano y caduco sistema neoliberal que reconoce y motiva a subir, superar, trascender, competir, luchar; pero también a crear derrotados, a despreciar a los que no viven los valores de ese sistema, a reclamar víctimas para poder tener vencedores. Él había sido hecho para vivir libre, sin comparaciones y referencias, sin obligaciones ni restricciones. Él que soñaba un mundo sin escuela, sin educación física, se encontraba enlistado contra su voluntad en los grupos que marchaban marcialmente en camino a la conquista, con paso cadencioso de desfile escolar cantando en el izamiento de bandera: "¡Patria!, ¡Patria!, tus hijos te juran exhalar en tus aras su aliento, si el clarín con su bélico acento los convoca a lidiar con valor…". A él no le gustan los juegos de canicas donde sabe que va a perder, tampoco le gustan los juegos de fuerza porque detesta los golpes, ni los que debe dar y menos aún los que puede recibir. No le gustan las composiciones mensuales que le rechazan en la clase y lo catalogan como perdedor. Finalmente no le gustaba que el primer día de vacaciones que se supone lo librara al fin de una vida donde el éxito esté reservado a los demás, se convirtiera en otro curso de regularización para compensar las deficiencias. Sin embargo pasaba de la restricción a la inquietud y del miedo de un castigo al sufrimiento de una humillación. A este pequeño muchachito le hubiera gustado mucho tener algo de éxito y de estima. Estaba celoso de aquellos que estaban situados en los primeros lugares por el director de la escuela cuando se proclamaban los resultados de las composiciones mensuales.

Él se abría desbordado de amor, de imaginación y de ardor si una maestra de escuela hubiera puesto su mano sobre sus cabellos rizados y le hubiera dicho: "Tu eres inteligente… tu cabecita es un tesoro de donde, con migo, tu vas a sacar piedras preciosas". Algunas veces se había dormido soñándose abrazado por una maestra de escuela. Pero las maestras de escuela no abrazaban a los malos alumnos porque les hacían bajar puntos en sus evaluaciones grupales. Sus grandes manos secas no estaban hechas para acariciar. Su pavor se derramaba en su cereal de la mañana en lágrimas que no conmovían a nadie. Cuando la tarea no había sido hecha o sus lecciones no estaban aún aprendidas el corría, se doblaba sobre su mochila demasiado pesada en la angustia de la pregunta fatal: "¿Hiciste tu tarea?".

Cuando los otros niños llevaban flores o manzanas a la maestra, el pequeño esperaba con locura que la enfermedad o la muerte de la profesora le librara de sus angustias. Cuando tardaba en venir y el director con semblante sombrío venia a anunciar a la clase una gripe o una desgracia, su corazón explotaba de alegría. Manejaba diversas máscaras: mentía para protegerse, para escapar a la ley de los adultos que le imponían desafíos imposibles, mentía para atraer la simpatía o la admiración y se mentía a sí mismo para construirse un mundo de sueños donde él era el primero, bueno para las canicas o el trompo, capaz de dar una paliza a los grandes que lo importunaban… pero mentía como respiraba, mal y por pausas, de manera desordenada y mal hecha, se ruborizaba y fácilmente era descubierto en la mentira. Inventaba historias rocambolescas y patéticas que lo confundían y contribuían a aumentar su angustia. Ahogado en su angustia y soledad, perdido en medio de gente insensible, esperaba la palabra y el gesto que lo consolara y tranquilizara. Nunca llegaban. Aprendió precozmente el odio de los fuertes que humillan y cultiva un odio sordo y tenaz contra los maestros y las escuelas. Arrastra hasta una edad avanzada un rechazo contra las humillaciones que se autorizan los mediocres. Vivió de una manera particularmente fuerte los acontecimientos dramáticos, que pudieron haberle aterrorizado. Los problemas de los adultos no eran sino episodios alegres porque ponían a la escuela entre paréntesis.

Ya no es un niño, finalmente. Pero cuando el olor de la mochila nueva de sus pequeños niños le anuncian una nuevo año escolar, su corazón se apachurra de angustia, de pavor, de odio incluso contra los adultos, los fuertes, los maestros, aquellos que pueden hacer mal a los pequeños niños débiles pretendiendo que los aman.

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