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SUBRAYADO

Renata Chapa

Último salón

Escribo en el salón 7, el último al que entro en mi andar escolar. En términos oficiales, hoy piso por última vez un aula como alumna. Extravío, añoranza, dudas y gratitudes se me aparecen a la vez. Hace apenas unos minutos, concluyó la última sesión de la última materia incluida en el último grado de estudios que tuve el privilegio de cursar desde agosto de 2014. Viéndolo así, hoy es un día particularmente especial.

Nunca antes había reparado en las tantas aulas recorridas: desde el primer grado de preescolar, a mis creo cinco años de edad, hasta ahora en el doctorado, a mis 48 y tantos. Sacudo las memorias y alcanzo a ver los salones de clases como escenarios de tantos trancos de mi vida sin devolución. Lo aprendido sigue aquí. Lo demás, la mayor parte de los datos, los di a la fuga. Mi infancia, mi adolescencia, mi juventud, mi adultez, fueron cruzadas por la línea casi continua de la educación formal. Cada aula fue punto de encuentro único y preciso. Era ahí mismo y en ningún otro lugar a donde tenía que recalar, tal como cuando se llega a casa. A la nuestra y a ninguna otra más. Las cuatro paredes del salón del kínder, del colegio, del instituto, de la universidad, se convirtieron en los cuatro forros de un álbum con nombres, rostros, voces, familias, emociones, calificaciones, tareas, frases, normas, cuadernos, boletas, uniformes, libros, pizarrones. Preguntas y respuestas. Idas y vueltas. Vuelcos del corazón. Grado por grado, una antología. Un historial educativo binario: el propio y el compartido.

Qué sentimiento tan bárbaro éste. Hoy estoy presente en mi última clase luego de casi 45 años de haber pisado por primera vez una escuela acompañada de mi primera lonchera (color rojo, con termo y taza incluidos) y de la mano de mi mamá que ahora me hubiera gustado tanto tomar otra vez. Hoy asistí a mi última cita con un maestro y compañeros de clase en una asignatura que pone fin al cumplimiento del requisito presencial para la aprobación del máximo grado de estudios. Un cierto día, también llegué a la sesión de cierre de los niveles educativos básico, medio superior y, en el caso del superior, de la licenciatura y la maestría. Pero en ninguno de ellos me inquietó una sensación tan pesada como la que ahora intento describir. Me da contento cruzar esta meta, pero la melancolía predomina. Es como quien llega al fin para acercarse no a lo que sigue, sino al fin del final.

Un poco a manera de consuelo, comentaba con mis hijas que uno de mis beneficios al concluir un doctorado es que podría continuar estudiando aún más y en menos tiempo. "Me inscribiré en una licenciatura, en una maestría y en otro doctorado a la vez. En los tres cumplo el requisito", les dije. Con risueña incredulidad me sentenciaron a, por fin, entrar en razonable sosiego.

Mi último maestro fue el ingeniero Julio Miguel Ángel Bazdresch Parada. Las lecturas solicitadas para su materia, "Construcción del conocimiento social", fueron un premio. Le dieron, no por casualidad ni por suerte, un matiz inspiracional a ésta mi despedida escolar en el salón 7 de la Ibero Torreón. Yo lo escucho exponer ahora y, conforme se acerca la hora del adiós - quizá para ahorrar palabras y sentir que me las quedo bien guardadas, que no me las gasto - sólo puedo escuchar con atención, guardar silencio y disfrutar de la sesión desde otro plano. Hace unos momentos, el doctor Bazdresch acaba de preguntar al grupo: "cómo se construye conocimiento". Así, nada más. La pregunta me rebasa. Es incontestable para mí y hoy con más razón. Cómo recapitular esta cronología de esfuerzos intelectuales, de marometas emocionales, de protecciones espirituales. Cómo responder, con la belleza que la misma pregunta entraña, la forma en que he encontrado sentido a mis días al intentar construir conocimientos y sobrevivir en consecuencia. Qué reverenda pregunta para coronar mi última clase.

A manera de sostenido agradecimiento, y azorada, me quedo con la siguiente cita del último libro visitado en la clase final de este sábado en el doctorado en investigación en procesos sociales. El contenido del texto final me reconfirma que, en materia educativa, no cabe aquello de "la última y nos vamos", sino la permanente actitud investigadora. La formación perenne que nos lleva a asumir con la justicia y humildad del caso, lo mucho que siempre nos restará por estudiar y estudiar y seguir estudiando, aunque hayamos conseguido los grados académicos que sean.

Cierre dorado al cierre. Es Sima Nisis de Rezepka, prologuista de Transformación en la convivencia (Domen ediciones, Venezuela, 2002) de Humberto Maturana, quien tiene la palabra: "¿Cómo se cultivan conductas sabias, inteligentes y amorosas? Hemos crecido como gigantes en desarrollar el racionalismo y la tecnología, entregándonos un saldo de vacío existencial y múltiples carencias afectivas. Hemos permanecido como enanos en el desarrollo de nuestras capacidades de sentir y vibrar con nosotros mismos y con los otros en su presencia y en su ausencia.

(Es necesario) reconocer al amor como la emoción que funda lo esencial, en tanto se le reconoce en la vida cotidiana como el dominio de las conductas a través de las cuales el otro surge como legítimo; al amor como el fundamento de la salud fisiológica y psíquica y está en lo relacional del bienestar y la estética. (…) Es la reflexión sobre el propio emocionar, y no el control de las emociones, es lo que permite romper la conversación recursiva del sufrimiento. Vivimos una cultura que niega las emociones y, desde negarlas, genera sufrimiento. La actitud amorosa, al aceptar la legitimidad del otro, lo ve. En el ser responsable, al actuar uno desde uno, el otro es acogido y no negado. El amor es salud espiritual. Sin respeto, legitimidad y amor no es posible recuperar las dimensiones humanas".

En el último salón, con la emoción contenida y el agradecimiento multiplicado, escribo hoy.

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