Si los electores creyeran todo lo que los candidatos prometen en campaña, en consecuencia tendrían que creer que están frente a una especie de superhumanos en todas sus dimensiones: moral, política, intelectual y hasta física, puesto que muchas de sus promesas requieren un esfuerzo casi sobrenatural. Pero la realidad es que la mayoría del electorado no cree que los aspirantes a ocupar un cargo de elección popular puedan cumplir siquiera con la mitad de lo prometido. Y esta percepción está basada en el conocimiento empírico construido a partir de la observación y la experiencia. Es un proceso que en México, como en otros países, se vive en cada elección.
En términos generales -y el lector podrá decir si no- los candidatos se ofrecen como la única alternativa para resolver todos los problemas de un municipio, estado o de la República entera, según sea el caso. Sólo ellos pueden salvar a la sociedad. Sólo ellos tienen las fórmulas adecuadas para, incluso, hacer cosas que están fuera de su alcance o área de competencia.
En campaña, los políticos pueden con todo. Ya en el gobierno, comienzan los pretextos. Y buena parte de las veces no es sólo por incompetencia o falta de voluntad. Mucho tiene que ver que las promesas y compromisos no están construidos sobre la lógica ni sobre la realidad. Prometer no empobrece, versa el dicho popular. Y es cierto. Pero las promesas, que en la mayoría de los casos son mentiras, se han convertido en parte toral de la estrategia electoral. No importa si el compromiso se puede cumplir o no, ni cómo, sino intentar hacer creer al electorado que eso es lo que necesita y que sólo tal o cual candidato puede llevarlo a cabo.
En medio de este embuste, es importante que los ciudadanos actúen con sentido común, que suele ser el menos común de los sentidos en el ambiente político. ¿Qué implica actuar con sentido común? En principio reconocer qué es lo que un gobierno puede hacer, con todas sus facultades y limitaciones. Esto no significa que todos los electores deben ser doctos en teoría política o teoría del estado. Es mucho más sencillo que eso. Basta con entender, en principio, para qué sirve un gobierno. Y la respuesta a esta pregunta sigue siendo la misma desde hace 5,000 años, es decir, desde los albores de la civilización.
Una sociedad se organiza en Estado que, a su vez, engendra un gobierno por tres motivos esenciales: seguridad y justicia, obras y/o servicios y administración del tesoro. Con una mirada incluso superficial a la historia universal es posible encontrar dichas motivaciones en diferentes ámbitos geográficos y diversas culturas. Si un Estado -o su gobierno- no puede garantizar de manera medianamente eficiente ninguna o alguna de las tres, con toda certeza se puede decir que se trata de un Estado o gobierno fallido o en vías de serlo. Pero si sólo sirve para recaudar impuestos y no administrarlos bien y con ellos satisfacer las dos necesidades anteriores, nos encontramos frente a un Estado o gobierno corrupto. Y si utiliza los recursos y la seguridad como pretexto para actuar contra la población que se supone debe respetar y defender, pues entonces se trata de un Estado o gobierno tiránico, en el sentido moderno del término.
La nube de promesas que lanzan los candidatos oculta la realidad de sus posibilidades y facultades, así como lo elemental de las necesidades de una sociedad. Hagamos el ejercicio de análisis. Veamos el caso de Coahuila, entidad federativa de la República Mexicana que el próximo 4 de junio acudirá a las urnas para renovar al titular del Poder Ejecutivo estatal.
Empecemos por preguntarnos si el gobierno ha garantizado la seguridad y procurado la justicia para alcanzar el estado de derecho al que aspiramos. ¿Tenemos la garantía de que las instituciones policiales funcionan en beneficio del ciudadano y que los órganos fiscales y ministeriales actúan para brindar justicia y castigar a quienes cometen un delito? ¿Los servicios de salud y educación y el desarrollo de infraestructura están a la altura de lo que merece la sociedad coahuilense? ¿Los impuestos se recaudan de forma equitativa y, sobre todo, se invierten de manera eficiente y transparente? ¿Se ha avanzado algo en estos aspectos? La respuesta a cada una de estas preguntas nos puede ayudar a calificar a los gobiernos.
Ahora bien, este análisis nos puede servir también para medir la seriedad y responsabilidad de las propuestas de los candidatos a gobernador. ¿Quién de los siete candidatos ha mostrado en sus discursos ser consciente de las tres tareas que le toca al Ejecutivo estatal cumplir? ¿Quién ha construido su plataforma en ese sentido? ¿Quién ha ofrecido el diagnóstico más apegado a la realidad, lejos del maniqueísmo de decir que todo está mal o todo está bien? ¿Quién tiene la mejor propuesta para garantizar la seguridad y procuración de justicia? ¿Quién posee el planeamiento más coherente para mejorar la infraestructura y elevar la calidad de los servicios médicos y educativos?
Pero también podemos preguntarnos lo siguiente: ¿quién contempla en su plataforma un verdadero plan de eficiencia, transparencia y rendición de cuentas en el manejo de los recursos públicos? ¿Quién, por el contrario, ofrece promesas que no puede cumplir porque sencillamente no está dentro de sus facultades? ¿Quién, a la luz de lo observado en sus anteriores ejercicios como funcionario, no cuenta con la solvencia moral para llevar a cabo aquello a lo que ahora se compromete? ¿Quién únicamente busca lucrar política y económicamente con el sentir de la ciudadanía? O ¿quién sólo la está engañando vendiéndose como si fuera un supercandidato todopoderoso? Estas son preguntas que los electores deberíamos hacernos a la hora de razonar a quién dar nuestro voto.
Twitter: @Artgonzaga
Correo-e: argonzalez@elsiglodetorreon.com.mx