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Opinión - Miscelánea

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ADELA CELORIO

Hace poco encontré en una vieja libreta de taquigrafía el relato de las comidas domingueras en la provinciana casa de mi abuela.

No basta con describir lo que somos, hay que inventarnos. — Rosario Castellanos

Seguro lo habrán notado, el título está tomado del libro en el que García Márquez explica de dónde y cómo nacen sus personajes. Transcribo: “Los nombres de la familia me llamaban la atención porque me parecían únicos. Primero los de la línea materna: Tranquilina, Wenefrida, Francisca Simodosea. Más tarde el de mi abuela paterna: Argemira, y los de sus padres: Lozana y Aminadab”. ¡Que chiste! Con esos nombres y la imaginación de Gabo cualquiera se apunta una gran novela.

¿Para qué, para quién se escribe? Quizá por el refinamiento espiritual que significa pensar la vida o sólo para que nuestros cibernéticos hijos se enteren de que no los parió una computadora, de que sin calculadoras sus padres sumábamos con los dedos, y que existió un mundo en que los amigos eran pocos pero no eran quimeras en una pantalla.

Imaginar, escribir, pintar para compartir nuestro “milímetro de universo” (Carmen Maqueo dixit) es una necesidad que viene desde las pinturas rupestres; a falta de un lenguaje articulado, los hombres relataron con dibujos lo que sus ojos veían: bisontes, peces, hombres en lucha. Con aquella voz de trueno que tenía, Ricardo Garibay insistió siempre en que la literatura no se enseña, ¡se contagia!. Desde que lo escuché voy por el mundo intentando contagiar mi necedad de escribir: un diario, memorias, sueños. Tanta gente me dice: “Si yo te contara...”. “No me lo cuentes, ¡escríbelo!”, respondo. Empuja un lápiz y comienza ya. No te preocupes por hacerlo bien, sólo cuenta y deja que el cuaderno arrope tus tristezas y tus deseos. Los pensamientos que te vienen a la mente, y tu fe en alguna forma de belleza. “Descríbalo todo con sinceridad humilde y serena”, recomienda Rilke a un joven poeta. Escriba y pasados los años, sus propias palabras le devolverán las pequeñas cosas de las que se ha conformado su vida.

Hace poco encontré en una vieja libreta de taquigrafía el relato de las comidas domingueras en la provinciana casa de mi abuela. Alrededor de la mesa y con nuestros mejores modales, platicábamos, discutíamos y con más frecuencia de la que hubiéramos querido, peleábamos los chiquillos, pero también los adultos, porque mi familia, a veces, resulta reconfortante, y en ocasiones devastadora. Los padres y los hermanos que forman el nido donde nace el alma y se fortalece para asumir la libertad no son siempre tan queribles como nos han enseñado a creer. Con abuelos, tíos, primos, compartimos momentos felices, pero también grandes tragedias. Mundos aparte, el otro es un misterio y casi nunca es lo que quisiéramos que fuera.

Esas relaciones son fuente inagotable de historias y anécdotas como la que rescato ahora, extraída de una vieja libreta, y en la que cuento a trompicones la ocasión en que tuvimos el honor de que el Arzobispo de Veracruz aceptara la invitación de mi abuela. El programa incluía una misa familiar en la pequeña capilla y luego la comida, cuyo plato fuerte fue el bacalao favorito de Monseñor. Margara, la vieja cocinera preparó los 'huevitos de fraile' y a mí se me concedió el honor de llenar las azucareras que se pondrían en la mesa para cerrar el festejo con un lujoso café de Córdoba. La comida transcurrió con el beneplácito del honorable invitado hasta el momento en que, saboreando el postre a ojos cerrados, preguntó: “¿Qué es está delicia?”. No fue necesario responder, inesperadamente el invitado empujó su silla hacia atrás y salió corriendo hacia el baño a vomitar. Segundos después, casi todos los comensales lo imitaron. En las pesquisas se descubrió que yo, que a los trece años no distinguía una costra de la ostra, había llenado las azucareras con carbonato.

Ahora que el otoño comienza a apersonarse, qué mejor que arroparnos en casita y empezar a escribir ese cuento que desde hace tanto tiempo nos ronda en la cabeza.

Contacto: adelace2@prodigy.net.mx

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