Aunque las casas de apuestas dijeran lo contrario, el favorito a ganar la Copa Confederaciones de Rusia 2017 era Chile. Alemania no llevó a los campeones del mundo, sino a una selección con promedio menor a los 25 años de edad. Y la mayoría juega en la liga casera (la alemana, obvio, pero esos jugadores no tienen mucho "roce" internacional).
Mientras que el plantel de los chilenos cuenta con figuras de la talla de: Arturo Vidal, Alexis Sánchez, Gary Medel, Mauricio Isla, Jean Beausejour, Eduardo Vargas, Marcelo Díaz, Charles Aranguiz... hablamos de jugadores mundialistas y, en varios casos, bicampeones de la Copa América.
Alemania apostó fuerte. Con visión y un proyecto bien cimentado y encausado. Ellos ya piensan en lo que será el Mundial de Rusia 2018. Y la apuesta le resultó.
La única forma de batir ayer el arco de Bravo era que un compañero lo "traicionara". Y así fue. De ahí, Chile tenía con qué darle la vuelta al marcador, pero no pudo. Conforme avanzaban los minutos, la sangre latina les jugó en contra, el temperamento. Contrastado a la perfección por el orden y a la disciplina de los alemanes, pero sobre todo, por la convicción que tienen para ir tras algo que se han propuesto.
Y apuntan a cosas más grandes. Apenas el viernes pasado habían ganado el campeonato Sub-21 de Europa y ahora se llevan el título que les faltaba.
¿De qué sirve la Copa Confederaciones? De mucho. Para probar.
Basta con ver la celebración del portero chileno Claudio Bravo con sus compañeros después de atajarle los tres penales consecutivos a Portugal en una de las semifinales.
Sirve para probar al país organizador de la máxima fiesta futbolera del mundo un año antes. Para probar la tecnología como auxiliar en el arbitraje. Para probar que la pasión sigue intacta por el balompié. Para probar a los aficionados. Para probar la seguridad en los estadios.
Para probar que Alemania sigue siendo el mejor equipo del mundo tres años después y con un equipo B. Para probar que México sigue siendo México. Para probar que todo está en la mente.
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