Antes de jurar
Es común que un presidente saliente empiece a perder presencia, aunque no poder, a partir del momento en que un nuevo mandatario gana las elecciones. Lo que hemos visto desde el pasado 1 de julio, cuando Andrés Manuel López Obrador obtuvo la votación que lo hizo presidente electo y que le da mayoría absoluta en la próxima legislatura, no tiene, sin embargo, ningún precedente. Enrique Peña Nieto parece haber sido borrado literalmente de la escena política, no sólo por decisión propia sino por una mayor capacidad de la autoridad entrante para tomar control de la agenda política nacional.
Estrictamente hablando el gobernante en funciones retiene todos sus poderes constitucionales hasta la media noche del 30 de noviembre. El ejemplo más notable lo vimos en 1982, cuando José López Portillo declaró un control generalizado de cambios y estatizó los bancos nacionales el 1 de enero, a tres meses de que Miguel de la Madrid, su sucesor, tomara el poder. Este último no pudo más que ver con angustia cómo el mandatario en funciones tomaba medidas que tendrían efectos muy negativos para su gobierno. Pero no dijo nada. Conocía muy bien las reglas del juego. El presidente mandaba hasta el último momento.
No ha sido así con Peña Nieto. Quizá agobiado por una derrota apabullante, tal vez con el afán de facilitar las cosas a su relevo en el cargo, ha permitido que López Obrador tome el escenario central y quiera incluso adelantar las medidas que habrá de aplicar.
Quizá sea inevitable. Las reglas del sistema han cambiado. De la Madrid le debía la presidencia a López Portillo. López Obrador la logra a pesar de Peña Nieto. El nuevo gobernante, por otra parte, ganó la elección afirmando que todo estaba mal en el país y que iba a cambiar todo hasta lograr su soñada cuarta transformación de la república.
Lo que preocupa es que México no se puede reinventar cada sexenio. Es cierto que enfrenta una crisis de violencia e inseguridad pública que comenzó en el sexenio de Felipe Calderón, pero también es verdad que la economía está estable y creciendo, a ritmo lento, pero creciendo. Quizá el problema principal es la corrupción, pero las políticas que ha adelantado López Obrador, como disminuir los sueldos de los altos funcionarios, despedir al 70 por ciento de los trabajadores de confianza del gobierno y dispersar las oficinas gubernamentales por todo el territorio nacional, no generan condiciones para combatir la corrupción. Quizá incluso las reducen.
Peña Nieto no ha querido meter las manos. No ha hecho declaraciones que se opongan a lo que dispone su sucesor. Entiende que el PRI, que en algún momento fue el partido hegemónico, se ha visto reducido a una condición meramente testimonial. En el Congreso que comenzará sus funciones el próximo 1 de septiembre no tendrá la fuerza para evitar ninguna medida impulsada por Andrés Manuel, aun cuando el tabasqueño todavía no haya tomado el poder.
López Obrador, mientras tanto, se muestra verdaderamente engolosinado. No quiere esperar los tiempos para asumir el cargo y empezar entonces a gobernar. Ha comenzado a preparar el campo para sus reformas con declaraciones todos los días. A partir del 1 de septiembre su bancada en el Congreso impulsará las medidas legislativas que él ordene desde su casa de campaña convertida en sede de un gobierno alterno. A López Obrador le está tocando ser presidente de la República antes incluso de jurar el cargo.
Twitter: @SergioSarmiento