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Baño de pueblo enfermo

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Baño de pueblo enfermo

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SAÚL ROSALES

La clínica gremial de la institución que me pensionó, en padecimientos recientes me ha costado casi lo mismo que una particular.

La expresión “baño de pueblo” es frecuente en el ámbito de la política y de los comentaristas de la política. Suena mejor cuando se burla del hecho de que un gobernante se acerca a las geografías de los estratos más desposeídos de la sociedad, los marginados del progreso, o las recorre.

Son principalmente esos niveles bajos de la sociedad –el pueblo pobre, doliente– los que más recurren a servicios del llamado sector salud, a las instalaciones donde esperan encontrar atención médica casi gratuita (consulta, medicamentos, curaciones, hospitalizaciones).

No es infrecuente que se miren allí personas que parecen venir de ámbitos menos desfavorecidos, pero la generalidad es parte de la clase trabajadora de salarios miserables y sus familiares. A aquellos los distingue la ropa, los afeites, el arreglo personal; a los desposeídos el arreglo ineficaz o el descuido.

He recurrido a los servicios médicos del sector salud porque la clínica gremial de la institución que me pensionó, en padecimientos recientes me ha costado casi lo mismo que una particular. Mi descenso económico me ha conducido por camino indirecto a darme baños de pueblo, aunque nunca me he considerado socialmente en otro estrato social.

De ese modo me he estado acercando a los sufrimientos por mala salud y por maltrato del personal que debe soportar, que debe tolerar el pueblo doliente, enfermos y familiares, yo entre ellos. Es lo que he visto, escuchado y padecido en salas de espera, pasillos, laboratorios, consultorios.

A las pesadumbres físicas se añaden desprecios y humillaciones del personal que piensa que hace un favor contra su voluntad, no que cumple con un servicio por el que le pagan con aportaciones e impuestos cargados a las gentes que van a requerir atención.

Si de por sí llega uno deprimido a causa del padecimiento y por ir resignado a aguantar el maltrato, se encuentra, antes de entrar al consultorio, con la tarea de asimilar las evidencias del mal gobierno convertidas en desvencijados e insuficientes muebles en las salas de espera.

No pocos pacientes o sus parientes se sientan en el suelo a esperar el turno que queda a media hora después de esperarlo semanas o meses. El piso, además de sucio por los incontables calzados que lo huellan está cascado y con la cochambre acumulada en los recovecos a donde no llegan las piltrafas del trapeador.

Las paredes están forradas de azulejo que algún tiempo fue deslumbrante y no chimuelo ni agrietado; están pintadas con colores propios para un centro de salud, pero ya envejecieron y han acumulado suciedad. En esa patina se deja ver la insuficiencia del presupuesto gubernamental para la salud del pueblo.

Mortecinas lámparas alumbran el espectáculo deprimente a causa de los dolores internos y las huellas externas de los padecimientos, de la pobreza y hasta de la miseria de los pacientes y de los descuidos y el abandono causados por el miserable gasto público en sanidad y su mala administración.

Me tocó de médico general uno muy profesional cuyo profesionalismo incluye un trato que no da lugar a quejas. Pero el consultorio no se exhibe mejor que la sala de espera. Sufre las mismas carencias, padece los mismos descuidos, muestra las mismas insuficiencias.

Esto ocurre en la clínica del sector salud que me tocó. No se encuentran en mejores condiciones las instalaciones a donde fui a los análisis, a las radiografías, al electrocardiograma. Guarda similar estado la clínica gremial –servicio médico particular– de la que me hicieron huir los costos.

Lo que relato es lo que he encontrado en esas instituciones al recurrir a ellas como viejo trabajador. Es una mínima estampa de lo que puede uno ver y experimentar en el servicio de salud pública; algo que mucho debería mejorar el nuevo gobierno federal.

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