Declaración de amor
Uno de los aspectos más fascinantes del ser humano es su capacidad para desplazarse, asentarse y adaptarse a casi cualquier lugar del planeta.
Un periodista le preguntó a Ernesto Zedillo cuáles eran las tres cosas que más amaba de México y él, presidente por entonces, no supo responder. “¿Qué hubiera respondido yo?”, me pregunté y así nomás, rapidito, se me ocurrieron más de tres razones de amor: me vinieron a la memoria el majestuoso espectáculo del Pico de Orizaba, paisaje cotidiano de mi infancia; el mar de Veracruz, donde aprendí a saltar las olas; los mangos de manila, que mi abuelo compraba en Chacaltianguis, y el retinto hablar de los jarochos.
Mi memoria ha seguido acumulando razones: la exuberancia de las mariposas Monarca cuando nos visitan en primavera, las quesadillas de flor de calabaza y el tequila, los empeñosos laguneros, los viñedos de Parras y los colores del mar en Isla Mujeres, la poesía de Jaime Sabines, Sor Juana y los juevesinos.
Es para mí muy sencillo encontrar razones de apego y agradecimiento hacia la tierra donde nací. Bendigo cada mañana a mi generoso país, descoyuntado, ¡lástima!, por la rapacidad de tanto parásito en el poder, el infierno de la pobreza y los campos de amapola, esa lindísima amapola que, convertida en veneno, genera violencia y muerte.
Con sus males y sus bienes declaro mi amor a este México que me ha dado vida y sustento, los afectos y los desafectos de una familia, maestros que me enseñaron las letras, la mirada que amo, y los amigos; esa otra familia elegida por mi corazón. Declaro mi amor por ese conjunto de circunstancias que llamamos nación y ni por asomo se me ocurre que seamos superiores ni inferiores a nadie.
Cuido y respeto ese milímetro de universo (Carmen Maqueo dixit) que nos ha otorgado el azar y que es nuestro, pero también del otro, del diferente, del que no comparte ideología o raza, ni reza como yo.
Dios otorgó el planeta Tierra a todos los hombres y hasta donde yo sé, no escrituró a nadie territorio alguno; como lo demuestran las migraciones humanas que, como las mareas, están en constante movimiento sin que fronteras ni muros puedan detenerlas. Peregrinando se llega a la tierra prometida, se sufre, se trabaja, se forma familia, se entierra a los padres y uno ya no es de donde nace sino de donde la pase.
Uno de los aspectos más fascinantes del ser humano es su capacidad para desplazarse, asentarse y adaptarse a casi cualquier lugar del planeta. Qué mejor que aposentarse en un país como el nuestro, de amable clima y abundantes recursos.
El problema comienza cuando nos aperramos, pintamos la raya, marcamos fronteras, construimos muros y hostilizamos al “otro” porque es diferente.
Ya lo he dicho aquí. No creo en los nacionalismos con que se han escrito los renglones más oscuros de la historia. Creo en nosotros los ciudadanos, en nuestro compromiso con la equidad y la justicia, creo en la educación y el trabajo. Creo en trascender las diferencias políticas, los prejuicios, las razas, el género y cualquier cosa que nos divida, aunque eso sí, debo confesar que me provoca pena ajena el nacionalismo exacerbado del mes de la patria, el del brabucón que se enreda en la bandera para gritar que como México no hay dos, que si muere lejos de aquí… y qué viva México cabrones.
Me avergüenzan las masas delirantes que gritan puuuuto en los estadios y enloquecen cuando eventualmente nuestro equipo gana un partido de futbol. No soy patriotera, lo confieso y me siento incómoda y desubicada entre los gritos y los sombrerazos de este septiembre; por lo que ahí se lo dejo, pacientísimo lector, y nos vemos en octubre. adelace2@prodigy.net.mx