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Don Quijano entre robos y farsas

Un ambicioso mosaico sobre el Siglo de Oro

Foto: Archivo Siglo Nuevo

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MINERVA ANAID TURRIZA

Ladrones de tinta ostenta galardones como los premios Espartaco y Ciudad de Zaragoza para novela histórica en adición al reconocimiento de José Manuel Lucía Megías, experto en la época, quien se refirió a ésta obra como la mejor novela histórica sobre Cervantes.

Es una emocionante novela publicada en 2004 y ambientada en el siglo XVII cuya trama es aparentemente sencilla. Corre el año de 1614, casi una década ha pasado desde que Miguel de Cervantes Saavedra publicara la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. A la ciudad de Madrid llega el verano y hace su aparición un volumen impreso en octavo con algo más de 280 páginas, en cuya portada se aprecia el dibujo de un caballero blandiendo una lanza. Es la tan prometida y anhelada segunda parte de las aventuras del caballero de la triste figura pero, existe un pequeño problema, se trata de una continuación apócrifa firmada por un tal Alonso Fernández de Avellaneda. Francisco de Robles, editor e impresor de la obra original, considera que tal situación equivale a un robo vil de sus legítimas ganancias y encarga a uno de sus empleados, Isidoro Montemayor, que investigue, encuentre y le entregue al suplantador Avellaneda a cambio de una remuneración sospechosa de puro abundante: “(...) me habían pagado más por encontrar a un hombre que lo que solían cobrar los rufianes por hacerlo desaparecer”.

Al abrir el libro, y antes de que comience formalmente la novela que ocupará 576 páginas en su edición de bolsillo, se encuentra una pequeña nota dirigida “al ocioso lector” que contiene la farsa iniciática y el primer robo. Alfonso Mateo-Sagasta, el autor, confiesa deber el título de su obra a un pintor amigo suyo, Fernando Marañón, quien por un azar del destino nombró así a un cuadro que congregaba a un grupo de escritores hispanohablantes. Mateo-Sagasta visitó el estudio de Marañón cuando ambos terminaban sus respectivas obras, el cuadro citado y la supuesta transcripción de las memorias de Isidoro Montemayor que devendría novela homónima. El madrileño utiliza muy tímidamente dos recursos clásicos: autoficcionarse, en este caso jugando una treta para transformarse de autor en transcriptor, saliendo definitivamente de escena para abonar a la verosimilitud de la obra, y apelar a un manuscrito misterioso encontrado azarosamente en circunstancias poco claras. Un inocente robo (más bien una cesión) y un pequeño montaje para arrancar una historia en la que estos ingredientes y otros similares tendrán una presencia constante como motores para el desarrollo de la acción.

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Escritor Alfonso Mateo Sagasta. Foto: EFE/Alberto Martín

NOVELA POLIFACÉTICA

Ladrones de tinta resulta una obra difícil de clasificar ya que combina elementos de distintos géneros. Lo más sencillo, por obvio, sería decir que es una novela histórica pero, mucho se pierde con esa etiqueta. Por ejemplo, la profusión de episodios descriptivos de la vida cotidiana que acaba otorgando una dimensión casi costumbrista.

La trama principal constituye a grandes rasgos una novela negra, con un misterio por resolver: la identidad de Avellaneda; un aficionado se transforma de manera accidental en investigador: el versátil personaje principal, Isidoro Montemayor; un “crimen” es objeto de pesquisas: el “robo” implícito en la continuación apócrifa del Quijote; hay víctimas de dicho crimen: al menos Miguel de Cervantes y Francisco de Robles; los sospechosos, algunos más evidentes que otros, son abundantes; y, desde luego, el autor ofrece una solución verosímil. Dentro de las múltiples tramas secundarias no se echan en falta componentes de la literatura de aventuras con una sobreabundancia de peripecias de distintos órdenes en que se ve envuelto, de una u otra manera, el “héroe”. También es posible encontrar algunos toques sacados de la novela epistolar, sobre todo en los apuntes de crónicas con los sucesos más relevantes de la Corte que Montemayor realiza.

Como para no desentonar con la época en que se ambienta, la tradición picaresca tiene una fuerte presencia en peculiaridades como las críticas a las instituciones del Imperio español principalmente por su corrupción, su desgaste y su incompetencia en los conflictos armados. Otro rasgo inscrito en este género es la circunstancia personal de su protagonista.

TODO A LA VEZ

Isidoro Montemayor no es ni hidalgo ni villano, aunque él se asuma sin lugar a dudas como lo primero y por ende la mayor parte de sus ingresos se pierdan en el bolsillo de un abogado —con perdón por la aparente redundancia— poco honesto supuestamente dedicado a gestionar la ejecutoría que le permita demostrar su abolengo, comprobación que, en su imaginación, equivale al inmediato ascenso social: ingresar en una orden, obtener un cargo en la Corte, partir a las Indias Americanas.

Estamos frente a un típico hidalgo empobrecido que desprecia el trabajo manual y ciertos oficios impropios de su “categoría”; se rehúsa a hacer fortuna como tendero o comerciante; prefiere pasar apuros económicos trabajando como gacetillero para tres periódicos de provincias y como corrector de pruebas en la imprenta de Robles, su negocio oficial, además de vigilar y colaborar en las estafas para desplumar a los incautos que tienen la mala fortuna de caer en un garito clandestino, negocio paralelo del agraviado editor.

Montemayor no carece de talentos: es ingenioso, astuto, ambicioso y cuenta con educación formal, bachiller en Artes por la Universidad de Alcalá. Si no se graduó de médico o teólogo no fue por falta de inteligencia sino a causa de “un desafortunado accidente en una taberna” que terminó en exilio y lo llevó a enlistarse como soldado en los tercios de Flandes. Puede confiarse en que el veterano de la milicia sabrá manejar un acero cuando menos medianamente bien. De ordinario rehuye la camorra mas da la sensación de que esto se debe no a cobardía sino, probablemente, a una lección bien aprendida en la juventud.

Estas características lo dejan en un punto de ambigüedad que no representa mayor problema, al contrario, se convierte en una de sus mayores ventajas y otorga verosimilitud al desenvolvimiento del personaje en medios y situaciones de lo más dispares.

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Vista de la Carrera de San Jerónimo y el Paseo del Prado con cortejo de carrozas. Foto: Museo Thyssen

PÁGINAS DORADAS

El oleaje desatado en la investigación del “caso Avellaneda” lanza a Isidoro por las calles de Madrid, lo transporta de las tabernas de dudosa reputación a los círculos artísticos más selectos, de los bajos fondos a los palacios señoriales. Las averiguaciones que motivan estos paseos pronto revelarán que el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda no existe más que como seudónimo de alguien que “se había sentido atacado por el Quijote o en el Quijote, y decía actuar como paladín de alguien al que Cervantes había maltratado, alguien que escribía mucho y buen teatro y era además familiar de la Inquisición y cura”. A partir de ese indicio los sospechosos con nombres ilustres no tardarán en sucederse con el “Fénix de los ingenios”, su archienemigo Cervantes lo llamaba el “Monstruo de Naturaleza”, Lope Félix de Vega y Carpio encabezando la lista.

Por los múltiples giros que sus pesquisas conllevan, Isidoro acabará interactuando con otras grandes plumas de la época como el agraviado Cervantes, Francisco de Quevedo, Tirso de Molina y Luis de Góngora. El caso se complica de modo lento y consistente, incluso llega un momento en que parece estar totalmente estancado, con Montemayor dando vueltas y vueltas en torno a los mismos tópicos sin visos de alcanzar una solución. Las interrogantes se suceden y se acumulan. Hay mucho por abarcar y todo acaba por resolverse, como precisa el buen relato policial, de forma inesperada. Un poco de paciencia si ese pequeño trozo de la obra se hace cuesta arriba, lo que no es muy probable gracias a la magnífica ambientación, las subtramas que incluyen una muerte sospechosa, algún romance, bastante acción y mucho sentido del humor.

El personaje principal tuvo tan buena recepción en esta primera salida que a la fecha ha protagonizado otras dos obras: El gabinete de las maravillas (2006) y El reino de los hombres sin amor (2014). Vale la pena sumergirse en los relatos de Mateo-Sagasta. Equivale a recorrer el Siglo de Oro de la mano de un gran narrador o bien a pasear por las calles del Madrid de hace cuatro siglos como inadvertidos escuderos del ingenioso montañés e hidalgo Isidoro Montemayor.

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