Regularmente las inauguraciones tienden a tener una atmósfera de ensoñación; todo el protocolo de corte de listón, el primer recorrido, si se encuentra el autor con mayor razón el ambiente se torna especialmente acogedor. Podría decirse que en este escenario los roles sociales de los asistentes tienes un peso mayor que la obra en sí. Aunque es notorio mencionar que ese precisamente es el momento en que puede generar más impacto la exposición.
Pero si lo que se quiere es tomar su tiempo para apreciar la obra o disfrutar el espacio, los días inaugurales no son precisamente la mejor opción. Una situación así me ocurrió con la exposición que se encuentra actualmente el Museo Arocena. Cuando se abrió la exposición al público fue una grata vivencia primero por la charla que hubo al respecto y el contexto de la obra. Pero por la gran cantidad de asistentes -que eso es una buena referencia- fue un poco complicado ver cada pieza, entonces ¿Qué sucede? Bueno, semanas después volví a ver de nuevo y con más calma la exposición, tuve el tiempo deseado para ver a detalle cada obra, tomar fotos del área y hasta hablar del contenido de las piezas. Lo cual enriquece la visita, que no sólo trata de observar, es posible emplear más sentidos en una visita así y generar formas distintas de ver lo que ahí se encuentra.
Tal es el caso, que en la primera ocasión que visite la muestra el enfoque con el que llegue era más académico: las corrientes europeas que influenciaron a los artistas, las mezcla de elementos tradicionales de la nación y aquellos que traen de las escuelas de formación. Pero ya en una segunda visita, es posible observar a detalle que más que un estudio sobre el conjunto de elementos y técnicas, hay una historia sobre las costumbres, en este caso alimentarias, de la población del centro y sur del país. Ya que la mayoría de los autores son de esos rumbos. Sin embargo, es posible darse cuenta que entre esos colores y luces hay una tradición que sólo queda retratada en cuadros, ya que la vida cotidiana va haciendo que desaparezca poco a poco. Desde la fruta típica de los huertos familiares -como los plátanos anchos que pueden verse en varias obras- o aquellas que son recuerdo vivo del centro del país como la pequeña pera en tonos marrón. Estos detalles que para los que no son nativos del lugar pasan desapercibidos y quedan meramente como una fruta que no logramos identificar bien o que confundimos con otra, son los respiros de añoranza y recuerdo para quienes ven reflejado en una pieza con la que se toparon casi "por casualidad", pero que resultan gratos a la memoria y los sentidos, así espontáneos y sencillos como las flores azules del campo que ahora se encuentran a través del tiempo plasmadas en un jarrón y que lucen con la elegancia de la más digna flor.
Estas segundas visitas o terceras o cuartas, son realmente cuando es posible conectar no sólo con el autor de la obra, también con vivencias propias que hacíamos olvidadas, pero que se refrescan y reviven una y otra vez. Cada que el recuerdo lo requiera.