Ya entrado 2018 somos testigos de una carrera por la sucesión presidencial que trastoca la vida del país. Quienes trabajan en la administración pública saben bien que los años en que hay elección son periodos que obedecen sólo a sus propias reglas. La sabiduría popular los conoce como el "año de Hildalgo", por aquello del "chingue su madre el que deje algo". En los años de Hidalgo ocurre lo impensable: políticos que llevan todo el sexenio defendiendo un color cambian de partido, personajes petulantes se convierten en ciudadanos de a pie, los políticos de alto rango de pronto se dan cuenta de lo mal que va el país. Es también el año en que el presidente en turno empieza a perder brillo y a quedar en la sombra en beneficio del candidato oficial.
En los años de Hidalgo me resulta inevitable recordar una novela de Carlos Fuentes: La Silla del Águila. Como he comentado otras veces en este mismo espacio, es una novela que me deja a los lectores con un mazo de preguntas, pero no de las que ameritan respuestas inmediatas. Es decir: no es un manual de política, ni es tampoco la colección de estampas nacionales que nos ofreció en Nuevo tiempo mexicano.
La Silla del Águila rescata el juego que Carlos Fuentes comenzó hace casi veinte años con Cristóbal Nonato: la construcción de un espejo sarcástico que nos devuelve acentuados nuestros peores rasgos. Nunca falla disfrazar el presente de futuro. Contextualizada en 2020 (es decir, a sólo dos años de este momento), La silla del Águila describe un México no muy distinto al que habitamos. En la capital un grupo de estudiantes inconformes ocupa las instalaciones de Ciudad Universitaria. En San Luis Potosí se ponen en huelga los trabajadores de una planta construida con capital japonés. Y en La Laguna (sí, aquí) los campesinos realizan marchas para pedir la restitución de tierras que les dio la reforma agraria del presidente Cárdenas. Pero el más grave de los problemas nacionales es que, por una diferencia diplomática, los Estados Unidos han dejado de rentarle sus satélites a México, lo que obliga a los habitantes -incluidos políticos y servidores públicos- a comunicarse sólo por carta. Forma interesante para un país cuya literatura no cultiva mucho el género epistolar. Así se rompe la regla de oro: "en política no hay que dejar nada por escrito".
Leyendo cartas, expedientes y documentos comprometedores, Fuentes nos convierte en testigos de la forma en que se decide día a día el destino nacional. El presidente, un empresario llamado Lorenzo Terán, es un hombre bueno pero demasiado pasivo como para llevar las riendas de México. El país se le sale de las manos. Son los miembros de su gabinete quienes le aconsejan, quienes toman por él las decisiones. Como suele suceder en estos casos, cada quien ordena cosas distintas, muchas veces opuestas entre sí. Ya conocemos esa historia. Hay que sumar un Congreso paralizado, dividido, incapaz de alcanzar acuerdos. Y por si fuera poco se ha desatado antes de tiempo la carrera por la sucesión presidencial.
Advierto que los protagonistas de la novela (como los de nuestra historia) son políticos, militares, burócratas y hasta narcotraficantes que comparten un común denominador: todos tienen la mira puesta en la banda presidencial, si no para sí mismos, para alguien cercano. Más que una novela realista, Fuentes esboza a sus personajes de forma parecida a los monigotes que aparecen en las páginas editoriales. Esto es, los convierte en caricaturas: exhibe sus defectos o sus virtudes, exagera sus rasgos, los vuelve garabatos desbalanceados, aún más grotescos de lo que son ya en la vida real. Hurga en su psicología y también maximiza sus rasgos. Eso le permite plantear con claridad la telaraña de complots, venganzas, traiciones y arreglos dudosos que son capaces de urdir. Estoy de acuerdo, además en que México nunca ha tenido el monopolio de la corrupción. Es bueno que Fuentes lo diga, que recuerde la operación "manos limpias" en Italia, la corrupción atribuida a Helmut Kohl en Alemania, los casos de Enron, WorldCom y Haliburton que enlodaron a nuestros vecinos del norte.
Vuelvo a la novela: a medida que las páginas avanzan, la tensión que generan las cartas va en ascenso. Personajes entran y salen: algunos se encumbran, otros caen en desgracia e incluso mueren asesinados, pocos se mantienen inmóviles como estatuas eternizadas en la nómina. Queda la impresión de que, si bien algunos hechos parecen forzados, así deben tomarse muchas de las decisiones políticas. Cada hecho tiene más de una interpretación. En La Silla del Águila nada es lo que parece: Lorenzo Herrera Galván no es sólo un imbécil, ni Condoleeza Rice es sólo la presidenta de los Estados Unidos (¡!), ni el presidente es quien manda en Los Pinos.