Un crimen perfecto, de acuerdo con James M. Caín, precisa de tres ingredientes: el primero es la ayuda: nadie mata solo. Autor de novelas tan célebres como El cartero siempre llama dos veces, Caín enlista en segundo lugar eso que los manuales de Derecho conocen como alevosía, y que consiste básicamente en que el procedimiento, el sitio y la hora de la muerte sean conocidos de antemano por los verdugos. Sin embargo, lo que realmente distingue a los profesionales de los advenedizos es la audacia. El crimen perfecto no es aquel cuyo autor jamás llega a descubrirse, sino la ejecución pública donde los homicidas tienen preparada una colección de coartadas infalibles, a prueba de investigación.
He recordado estas premisas porque ayer estuve releyendo algunas páginas de La Era de la Criminalidad (Fondo de Cultura Económica, 2014) volumen de ensayos de Federico Campbell. La relectura fue, en realidad, una suerte de homenaje privado, pues el maestro tijuanense habría cumplido ayer 77 años. Con 812 páginas, La Era de la Criminalidad reúne, corregidos y ampliados, dos títulos previos del tijuanenese: La Invención del Poder y Máscara negra, además de incorporar un tercero hasta entonces inédito. El libro concentra la mayor parte de los ensayos de Campbell en torno a crimen, poder y novela policial, y da una idea del cuidado que el autor ponía no sólo en actualizar sus obras, también en profundizar en los temas que le apasionaban. Por ejemplo, a la sección de La Invención del Poder le añadió treinta ensayos breves. La otra sección, Máscara Negra, también incorpora al menos una decena de nuevos ensayos dedicado a novela policiaca y a otro de los temas esenciales en su obra: la oscura relación entre poder y crimen. Nos recuerda Campbell que el asesino ideal no evita las leyes porque puede torcerlas en su favor. Así pues, el poder es siempre poder matar. La resaca viene cuando se hace conciencia de que estas seis palabras, que en el papel aparecen como fórmula ingeniosa, son además regla no escrita en el México de nuestros días.
Contenidos en el apartado que corresponde a Máscara Negra, los textos periodísticos que conforman el libro se mueven en la esfera de la literatura policíaca, con inquilinos habituales como Edgar Allan Poe, Wilkie Collins, Raymond Chandler y Dashiell Hammet. El nombre mismo de la columna en donde fueron publicados originalmente es un tributo a Black Mask, la publicación norteamericana de historias policiacas fundada por en abril de 1920 por H. L. Mencken y George Jean Nathan.
Tal como ocurre en la mejor literatura, la realidad no tardó en asomarse: no hablamos de la eterna dicotomía ficción-realidad. Campbell nos recuerda que la ficción policíaca es una parodia, "un juego organizado que no podría darse sin los componentes más determinantes de la vida, puesto que nada se crea a partir de la nada". En las ficciones -asegura el autor- los lectores se reconocen a sí mismos y al mundo que los rodea. Un ejemplo: escritos en su mayoría en una época marcada por la guerra fría, los textos que componen el apartado Máscara Negra se internan en los laberintos de la novela de espionaje, género que nació en el siglo pasado como una forma de incorporar en la trama la política y "meditar veladamente" acerca de que estaba ocurriendo en el plano internacional. Se equivoca quien piensa que las novelas de espionaje eran consideradas inofensivas: no en vano tanto la CIA como la KGB sostienen desde esa época centros de investigación literaria que analizan los volúmenes del género en busca de filtraciones.
Pero uno de los ejemplos más contundentes de la relación entre crimen y poder, sin duda, lo tenemos en México: sostiene Federico Campbell que vivimos inmersos en un ambiente hostil, persecutorio; un ambiente que por momentos asemeja una novela criminal. Una novela que se caracteriza porque muy pocas veces se solucionan los misterios y casi nunca se encuentra a los culpables. En el libro, como en la vida real, no existen certezas completas y perfectas. La gente sigue especulando quién ordenó las muertes de Luis Donaldo Colosio, de Francisco Ruiz Massieu, si realmente fue una confusión lo que causó la muerte del cardenal Posadas Ocampo en el aeropuerto de Guadalajara.
En México, la impunidad es el mar en donde desembocan la mayoría de los hechos delictivos: las páginas de los periódicos están llenas de sangrientos enigmas que nadie soluciona, porque los encargados de realizar las investigaciones y de hacer respetar la ley son a menudo quienes primero la infringen. Si esto sucede es porque en México las autoridades son, en muchos casos, aquellos perfectos asesinos que definió James M. Caín. Tienen la ayuda necesaria para torcer la ley en su favor y ejercer el poder con brutalidad y alevosía. Porque, como escribió Federico Campbell, en México el poder es, siempre, poder matar.
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