Foto: Indigo Film
Toni Servillo presta sangre, carne y pensamiento a una malicia proactiva. Su interpretación consigue transmitir convincentes pulsos de frialdad, contagia la inteligencia pragmática de quien pensaba que “El poder desgasta sólo a quien no lo posee”.
Mucho antes de Youth (2015) y antes de La grande bellezza (2013), el cineasta italiano Paolo Sorrentino acuñó Il divo, cuyo subtítulo, La espectacular vida de Giulio Andreotti, promete más de lo que en realidad ofrece. Por fortuna, el producto a secas logra cautivar gracias a un montaje plagado de estética.
Sorrentino exhibe en esta producción de 2008 su dominio de la parte visual del lenguaje cinematográfico. El lado narrativo ya es otra cosa. Si uno pretende comprender lo que sea posible entender de la política de un país con más de sesenta gobiernos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Il divo no es un buen punto de partida. Cumple sí, con el requisito de captar el interés del espectador, el ritmo frenético de algunas secuencias y sus traslaciones a un discurso documental contribuyen a ello.
El cavaliere, Silvio Berlusconi, célebre por los procesos judiciales en su contra, su amistad con el presidente ruso Vladímir Putin, sus discrepancias con la canciller alemana Angela Merkell y sus fiestas con prostitutas, regresó con 81 años cumplidos a la trinchera electoral y causó revuelo toda vez que había la posibilidad de que su partido, Forza Italia, se convirtiera en el fiel de la balanza del país gracias a una alianza de formaciones de centro derecha.
Un antecedente de Silvio, en varias direcciones, es Andreotti. El divo retratado por Sorrentino dejó a su paso por el gobierno italiano un llamativo número de muertes que le convenían y visitó los tribunales con un nutrido costal de causas sobre sus hombros. En palabras de Giulio, fue culpado prácticamente de todo excepto de provocar las guerras púnicas (y sólo porque era muy joven en ese entonces).
Foto: Indigo Film
RÁPIDO Y CURIOSO
La agilidad del filme es tremenda. Avanza causando admiración en el observador mediante un uso de la cámara, más que solvente, envolvente. La puesta en escena está pulida con oficio y rigor.
El director y guionista italiano se alejó de la tradicional ruta de las cintas biográficas, nada de proponer un itinerario con escalas definidas como infancia, juventud, adultez, decadencia y muerte. La cinta nos sitúa de inmediato frente a un político instalado ya en la cumbre del poder o, para ser más exactos, en la fortaleza construida sobre el monte del poder desde la cual arroja flechas precisas para mantener a raya a sus posibles sucesores.
Como no se puede preparar una tortilla sin romper algunos huevos, Sorrentino da rienda suelta a puntos oscuros con mayúscula en la carrera de quien fuera Presidente del Consejo de Ministros hasta en siete ocasiones. La carta de presentación es la negativa de Andreotti a negociar con las Brigadas Rojas, una organización revolucionaria que devino en grupo terrorista, la liberación de Aldo Moro. El entonces presidente del partido Democracia Cristiana fue secuestrado de camino a una sesión de los diputados italianos en la que se votaría una moción de confianza hacia el nuevo gobierno encabezado por el divo. 55 días después, los brigadistas entregaron su cadáver.
La obra de Sorrentino cosechó elogios gracias a su montaje, un espectáculo que nos sumerge en un relato a ratos de acción, a ratos de suspenso. La penumbra es un recurso recurrente. Cuando Andreotti emerge de ella para mostrarnos su palidez extrema tiene un parecido razonable con el vampiro de Murnau (Nosferatu, 1922).
Toni Servillo presta sangre, carne y pensamiento a una malicia proactiva. Su interpretación consigue transmitir convincentes pulsos de frialdad, contagia la inteligencia pragmática de quien pensaba que “El poder desgasta sólo a quien no lo posee”.
Hace el retrato de un siniestro adicto al poder. Con el tono de las conspiraciones y los secretos acompañamos al protagonista a uno de sus lugares favoritos, una bodega llena de archivos personales, de evidencias o estímulos, como prefiera verse.
CRÍTICA
Un buen número de críticos de Il divo argumenta que, si el espectador no tiene alguna información sobre la historia reciente de la política italiana, acabará perdido en el remolino que es la obra. Toda la preparación que nos brinda el filme es un glosario introductorio.
La historia oficial indica que Andreotti formó parte activa del Parlamento italiano desde la segunda mitad de los cuarenta del siglo pasado; se le involucró en varias investigaciones por corrupción y por vínculos con la delincuencia organizada; la justicia no lo tocó. Tenía más de 70 años en el morral cuando fue primer ministro por última vez, a finales de los ochenta y principios de los noventa. En 1991 consiguió que le nombraran senador vitalicio. En los primeros años del nuevo milenio todavía era una figura de peso en la política italiana. El filme de Torrentino aborda algunos de estos puntos y deja fuera otros.
Se concentra en situaciones capitales de la historia reciente de Italia; muestra una versión del divo desde sus conexiones con los poderes religioso y económico así como desde la disposición a pactar con la mafia; exhibe el talento de Giulio para dejarse conducir por una idea principesca de sí mismo (el fin justifica los medios).
Por esos caminos, el cineasta nos sitúa frente a chispazos que parecen extraídos de El padrino, en particular cuando se suceden los asesinatos de magistrados, políticos, banqueros o algún integrante de las fuerzas de seguridad. Gruesas dosis de humor agregan una nota de opera bufa al producto.
El resultado es que, aún para los ojos cautivados por la propuesta visual de Sorrentino, la trama no termina de convencer y el filme acaba adquiriendo maneras de un ejercicio largo e incomprensible, carente de solvencia narrativa.
Una opción a considerar es que el cineasta italiano, decidido a no hacer ni una biopic ni una cinta convencional, más que la historia de un personaje propone al espectador el retrato de una personalidad.
Eso explicaría, por ejemplo, la subordinación del discurso narrativo a las frases geniales de Andreotti, un hombre que no se molestaba en ocultar sus motivos de burla preferidos, cosas como “Siempre me pronostican el final y son ellos los que mueren”.
Sorrentino hace una crítica feroz de un político y de un sistema corrompido desde las máximas de Andreotti, un ideólogo que creía en “hacer el mal para perpetuar el bien”.
Para hacer más grotesco el espectáculo, se nos presenta a Giulio rezando y listo a embaucar a un sacerdote; no se le permite descansar, su vigilia es permanente; sólo calla para acabar soltando una frase lapidaria.
La representación de Toni Servillo es para enmarcar y temerle a la imagen, suspendida sí, pero con la apariencia de que en cualquier momento saltará sobre nosotros.
Foto: Indigo Film
DÉCADA
El año de su estreno, Il divo ganó el Premio del Jurado en el Festival de Cannes. La cinta compensa su celebrado montaje con los percances narrativos y la falta de profundidad en los eventos expuestos con la exploración de un sitio oscuro como es el alma de ese personaje creado por Sorrentino y basado en quien fuera figura clave de la política de su país durante más de medio siglo.
Las reflexiones y los diálogos de Andreotti no dejan indiferente al espectador que, aunque no sepa de política italiana, conozca algo de las regiones opacas de la naturaleza humana.
No es raro que, momentos después de ver la película, uno se descubra buscando en la red las frases, la biografía, algún contenido que nos ayude a saber más de este personaje fallecido en mayo de 2013.
Para el final, una frase del divo que se acomoda a los tiempos electorales mexicanos, con las constantes renuncias a una militancia para cambiar de bando y conseguir alguna candidatura:“Hay amigos íntimos, amigos, conocidos, adversarios, enemigos, enemigos mortales y... compañeros de partido”.

