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Mi gran maestra

Opinión - Miscelánea

Mi gran maestra

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ADELA CELORIO

El examen que no consigo aprobar es el de la paciencia; quizá por eso estoy obligada a vivir en una megalópolis que me crispa con las constantes pruebas a las que me somete.

Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las desatendidas. — Truman Capote

En una época en la que se creía que “la letra con sangre entra”, la suerte me favoreció con maestras con verdadera vocación. Me introdujeron, “sin sangre”, en las letras y en los números. Tendría cinco añitos cuando me recibió en su clase la maestra Bargés, refugiada en México en la época en que el presidente Lázaro Cárdenas abrió las puertas a los derrotados republicanos que emigraron tras perder una cruenta guerra civil en España.

Mi maestra era acolchonadita, olía a polvos de arroz y su presencia era digna y contundente a pesar de la cojera y la gruesa cuña que calzaba en uno de sus botines negros y relucientes. Fascinada por ella y curiosa como yo era, muy pronto y sin ningún esfuerzo leía con la misma naturalidad con la que hablaba. Con el eficiente auxilio de mis dedos también sumaba; destrezas ambas que me siguen redituando deleite. Mi Colegio Cervantes era pura alegría: lápices de colores, libros hermosos, juegos y cantos, cuadernos para dibujar y muchos niños -ya desde entonces me gustaban los niños. “Estudien, aprendan todo lo que puedan porque sus saberes son lo único que la vida no puede arrebatarles”, nos repetía la mentora. La vida le ha dado la razón.

Después de cuatro pequeños hijos y un matrimonio fallido, el azar me favoreció con una segunda maestra. Una amiga-hermana que a corazón abierto compartió conmigo sus conocimientos, me encaminó a la universidad, reconstruyó mi autoestima y me abrió las puertas del trabajo remunerado. Todo el agradecimiento para ella.

Como las hadas madrinas aparecen siempre por partida triple, en algún momento apareció mi tercera maestra. Me puso en la dedicatoria de Lilus Kikus, su primer libro: “Vas a ver que vas a hacer periodismo, un gran libro, dos grandes libros, porque todo está en ti, el talento, la juventud y la inquietud”. No sólo me otorgó el don de la escritura; me enseñó un oficio que me ha dado grandes satisfacciones y que sólo la muerte podrá arrebatarme

Sí, el azar me ha favorecido con buenas educadoras que he sabido aprovechar aunque, ahora que lo pienso, la más sabia de todas ha sido la vida que, con su crueldad y su misterio, con sus primaveras floridas y sus noches de crujir de dientes, me ha obligado a aceptar (contra toda mi voluntad) el “hágase Señor tu voluntad” que repito cada mañana. He tenido que asumir que sobre las cosas esenciales como la salud, el amor o la existencia de los que amo; no tengo ningún control. La vida, esa implacable maestra me ha obligado a aceptar que cualquier día el viento cambia de dirección y me deja llorando a solas el abandono y la traición. Me ha enseñado a esperar lo peor de los sucesos inesperados que con tanta frecuencia desarticulan mi vida. Cuando no ocurre lo peor, me llevo tal alegría que hasta parezco optimista.

De las tercas negativas del mundo he aprendido persistencia. La gran mentora me ha concedido el tiempo suficiente para descubrir que la mayor fuente de insatisfacción son mis expectativas y no las adversidades; que las plegarias atendidas no siempre son una bendición.

El examen que no consigo aprobar es el de la paciencia; quizá por eso estoy obligada a vivir en una megalópolis que me crispa con las constantes pruebas a las que me somete: “se cayó el sistema, y no, no sabemos cuando volverá”, me dice un funcionario del banco con una sonrisa que no sé si es burlona o imbécil. La cajera del súper también despierta todos mis odios cuando, con cara de ¡hágale como quiera!, me dice que no tiene cambio; invariablemente respondo con impaciencia y grosería. Ni modo, seguiré reprobada. Finalmente, la vida ha confirmado aquello que dijo mi primera maestra: lo aprendido, mis saberes, mi oficio, es lo único que nadie ha podido arrebatarme.

CONTACTO: adelace2@prodigy.net.mx

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