Estas palmas de mi desierto no son bellas. Carecen de la hermosura de las palmeras árabes, cuyo tronco es esbelto como cintura de odalisca, y ni siquiera tienen el romanticismo de las palmeras borrachas de sol a las que cantó Lara.
Estas palmas de mi desierto se erizan con afiladas púas. Su tronco es grueso, pues les sirve para guardar el agua que alcanzan a beber los raros días de lluvia. Es deforme su cuerpo, con brazos que se levantan o se inclinan, negadores de toda simetría.
Pero en los días cercanos a la Semana Santa estas palmas, cuya belleza sólo pueden ver quienes aman el desierto, dejan salir unas preciosas flores blancas, penachos de luz en las opacidades de la arena.
Voy por la carretera y miro esas palmas, cada una con su flor, es decir, cada una con su sonrisa. Me lleno los ojos con el esplendor de su blancura, y guardo en la memoria, para los días tristes, la sonrisa de esa flor en que florecen los desiertos.
¡Hasta mañana!...