San Virila salió de su convento y fue al pueblo a pedir el pan para sus pobres. En la plaza le habló un aldeano que le dijo:
-Por Dios, hazme un milagro. Ya no aguanto a mi esposa. Es habladora, lenguaraz. Todo el día me riñe por esto y por lo otro, y en la noche refunfuña hasta en el sueño. Te pido que hagas algo para que ya no tenga yo que soportar su verborrea.
-Con gusto haré el milagro que me pides -repuso San Virila.
Hizo un ademán, y el hombre quedó sordo.
Desesperado, el infeliz le pidió por señas que le devolviera el oído. San Virila hizo otro ademán y el aldeano pudo oír otra vez. Le dijo el santo:
-Cuando pidas un milagro fíjate bien cómo lo pides.
En eso llegó la mujer del aldeano. Se había enterado de lo sucedido y llenó de maldiciones tanto a su esposo como a San Virila. Alzó éste los ojos al cielo y suplicó:
-Señor: ¿no podrías hacerme por una hora el milagro que le hice a este hombre?
¡Hasta mañana!