San Virila no hace milagros: se le caen, como a un niño sus canicas o a un poeta sus versos. Ni siquiera piensa el frailecito que los prodigios que realiza son milagros: los ve sólo como travesuras que seguramente divierten al Señor, por más que alteren el orden natural establecido por él.
Ayer, por ejemplo, fue a la aldea a pedir el pan para sus pobres. Iba por el camino cuando escuchó gritos angustiosos. Una niñita había caído en el torrente; seguramente se iba a ahogar. San Virila caminó sobre las aguas; la tomó en sus brazos y la entregó a su madre. En seguida dijo en silencio una oración:
-Perdóname, Señor, por haberte copiado eso de caminar sobre las aguas.
Allá arriba el buen Jesús sonrió y le dijo:
-No te preocupes. Me gusta que los hombres me imiten. Pero procura no hacer tantos milagros: haz solamente los suficientes para evitar que la realidad se ensoberbezca.
En eso llegó la madre de la niña, se arrodilló ante San Virila y le besó la mano.
-No hagas eso -le dijo el santo haciendo que la mujer se levantara-. Podría ensoberbecerme yo.
¡Hasta mañana!...