En vez de las vacuas discusiones en que con frecuencia se enfrascan tirios y troyanos, más importaría saber si el Presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, está sopesando la posibilidad de impulsar una política de punto final en el campo criminal, fiscal y de la corrupción.
Varias expresiones y actitudes del próximo mandatario sugieren la promoción de una amnistía restringida en esos campos en aras, según su lógica, de concentrar el esfuerzo en construir el futuro y no en esclarecer el pasado. Perdón sin olvido, resume la idea.
Si cabe esa posibilidad, lo mejor sería exponerla clara, articulada y manifiestamente para conocer sus excepciones y calibrar en serio su viabilidad, los apoyos y las resistencias. Si no cabe, lo indicado sería descartarla categóricamente para salir de las especulaciones y preparar, entonces, la persecución de los delincuentes de overol, de traje o cuello blanco.
La ambigüedad no es solución. Genera la impresión de pactos ocultos, inconsistencia en la postura o la reposición de una política gatopardista y, lo peor, provoca confusiones, desencuentros y enfrentamientos sin sentido.
Reponer el horizonte nacional demanda acuerdos y estos exigen, a su vez, rehabilitar la política y el entendimiento social, pero sobre todo gran madurez y enorme sacrificio, especialmente, si se va a instrumentar una política de punto final.
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Dado el estilo de Andrés Manuel López Obrador -caracterizado por un desarrollado instinto político y una constante generación de expectativas- es posible, desde luego, que no quiera poner las cartas sobre la mesa hasta estar seguro de tener toda la mano.
Es posible. Sin embargo, tomarse tiempo de más en determinar si se impulsa o no una política de punto final, puede terminar por vulnerar dos de los tres ejes centrales de su campaña: el combate a la corrupción y la impunidad, esto es, las banderas de la honestidad y la justicia. Exenta de esa circunstancia sólo quedaría la lucha contra la desigualdad.
En una alternancia del tipo que el país experimenta, optar por una política de punto final o por una política de castigo a quienes actuaron impunemente contra los derechos humanos o los recursos del Estado es tema delicado. Hay quienes asumen con gran dolor la conveniencia de enterrar el pasado a fin de vislumbrar un futuro distinto y hay quienes reclaman esclarecer el pasado, antes de pensar un futuro. Razones no faltan a favor o en contra de una u otra opción, pero las emociones que suscita ese debate tambalean la decisión y, con frecuencia, la reducen al titubeo que atrapa a unos y otros en un presente continuo.
Ese presente ha sido el tiempo mexicano desde hace décadas: no se revisa y explora el pasado en serio ni se construye el futuro con base firme. Se mira hacia atrás y se otea el horizonte sin fijar la vista en ningún punto. Se prolonga el presente, se atasca el tiempo mexicano. Ni se aclara el pasado ni se vislumbra el futuro.
De ahí la importancia de decidir qué hacer, antes de perder la oportunidad.
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Hasta ahora, donde más claramente el próximo gobierno ha dejado ver la intención de impulsar una amnistía es en el campo delincuencial. Empero, la precipitación del planteamiento original afectó su posibilidad. Poco a poco, Olga Sánchez Cordero y Alfonso Durazo han venido precisando el carácter y alcance de ella. Sin embargo, los familiares de las víctimas reclaman justicia -a veces, confundiéndola con la venganza-, no quieren perdonar ni olvidar. Sensibilizar la importancia de la medida no es sencillo, exige tiempo y comprensión.
En el campo de la corrupción reina la ambigüedad. Se barrerán las escaleras de arriba abajo a partir del primero de diciembre, pero no se define qué será de la basura acumulada antes. Sólo así se explica que el desviacionismo de Rosario Robles se presente como ideológico y no monetario o que las absoluciones se impartan como un gesto de gracia y reconciliación.
Y en el campo fiscal no se define si habrá o no una amnistía, siendo que el recurso se ha aplicado reiteradamente en distinto sexenios, sin explicar ni recompensar a los contribuyentes cumplidos.
El periodo de transición es prolongado, sí, pero instrumentar una política de punto final en materia criminal, fiscal y de corrupción requiere un elaborado diseño, una cierta pedagogía para explicar su importancia y formar un espíritu de cuerpo y sacrificio en aras de edificar un futuro, a costa de enterrar el pasado sin olvidarlo.
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En un país donde los muertos anónimos viajan en tráiler al olvido. Donde el crimen disputa el monopolio de la fuerza, la violencia y el tributo. Donde la ciudadanía es sinónimo de víctima consumada o probable. Donde hay más fosas que cementerios. Donde ser joven o pobre es martirio. Donde el raquítico crecimiento económico no supone desarrollo social. Donde las empresas productivas del Estado son industrias quebradas. Donde la deuda anula la inversión. Donde los gasoductos son una red de agujeros abierta al saqueo. Donde el desvío de recursos públicos, sobornos, moches y comisiones es deporte de funcionarios. Donde el poder se confunde con tener. Donde las empresas más rentables son las fantasmas. Donde...
Un país en esas condiciones exige una política radical. Quizá de punto final, pero esa opción requiere del acompañamiento ciudadano y, por lo mismo, de un acuerdo nacional.
Es clave saber si se quiere estampar un punto final... o seguido. Y salir de discusiones vacuas y absurdas.
El socavón Gerardo Ruiz
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