Un reconocimiento tardío
Anthony sabía bien que sus paisanos ni siquiera pueden imaginar la delicia de un taco de escamoles, de huitlacoche o de barbacoa.
-¿Me invitas a comer? –preguntaba yo y mamá me recibía con las “pellizcadas” que me gustan, amasadas por ella, redondas como tostones (el que no sepa qué es un tostón que le pregunte a su abuela).
–Si se inflan en el comal es que te vas a casar –bromeaba.
Una vez cocidas las preparaba con frijoles refritos, queso de Cotija y salsa molcajeteada.
–No como esas porquerías que hacen ustedes en la licuadora –nunca perdía la oportunidad de repetirlo mientras yo me empacaba tres, cuatro, cinco pellizcadas, y eso nomás de aperitivo.
Aún faltaba la sopa, seguida de algún pipián de almendra, de ajonjolí, de cacahuate. Esa delicia llamada chiles fingidos. En julio y agosto siempre encontró el momento de cocinarnos unos chiles en nogada. Mamá tomó muy en serio la cocina y su obsesión por alimentarnos sigue tan viva que todavía, con mano temblorosa, me acerca su tenedor a la boca y “¡Come!, ¡te digo que comas!”, ordena. Yo vuelvo a ser niña y la dejo que me alimente por aquello que ella nos decía de que los niños de Biafra no tienen nada qué comer.
A veces hace falta una mirada fresca que nos recuerde que lo que a nosotros nos parece natural y cotidiano para otros puede ser sorprendente, por ejemplo, los santos olores de cocina al regresar del colegio, la cotidiana sopa de fideo y el sanador caldo de pollo para el resfriado. A lo mejor eso es lo que pedía el guapote antropólogo de la gastronomía del mundo cuando expresaba su deseo de que le cocinara una mamá, no importa de quién, pero una mamá.
Viajero incansable, Anthony visitó México en varias ocasiones y no escatimó elogios y reconocimiento para el trabajo paciente con que tantas mujeres realizan el milagro cotidiano de la multiplicación de los panes. Como testimonio de su admiración por nuestro país y su gastronomía, transcribo aquí algunos fragmentos de su declaración de amor: “En Estados Unidos tomamos enormes cantidades de tequila, mezcal y cerveza mexicana. A pesar de nuestras actitudes ridículamente hipócritas hacia la inmigración, esperamos que los mexicanos cocinen un gran porcentaje de los alimentos que comemos y cultiven los ingredientes que necesitamos para hacer esa comida. Y, por mucho que pensemos que la conocemos y amamos, apenas hemos rasguñado la superficie de lo que realmente es la comida mexicana. No es queso derretido sobre una tortilla”.
Anthony sabía bien que sus paisanos ni siquiera pueden imaginar la delicia de un taco de escamoles, de huitlacoche o de barbacoa.
Seguramente usted, pacientísimo lector, ha probado alguna vez esa porquería que nuestros vecinos llaman taco. ¡Es algo horroroso! Y sigo transcribiendo: “No es simple ni fácil. Una verdadera salsa de mole, por ejemplo, puede requerir DÍAS para hacer, un balance de ingredientes frescos (siempre frescos), meticulosamente preparados a mano”.
Como decía antes, a veces hace falta una mirada fresca para recordarnos que lo que para nosotros resulta natural, puede ser una epifanía, especialmente para alguien que viene de un país donde la mayoría de la gente se alimenta de comida rápida, la consume en recipientes desechables y la sazona con sobrecitos de cátsup. “México, nuestro hermano de otra madre. Un país con el que, nos guste o no, estamos inexorable y profundamente involucrados en un estrecho abrazo, a menudo incómodo. Tiene algunas de las playas más deslumbrantemente bellas del mundo. Montañas, desiertos, selvas. Las zonas vinícolas de México compiten con la Toscana en hermosura. Sus sitios arqueológicos, los restos de grandes imperios, sin paralelo en ninguna parte.¡Mírenlo: es hermoso!».
Me temo que no pasará mucho tiempo para que mamá, que ahora tiene noventa y seis años, sea quien allá en el cielo cocine para Anthony (quien se suicidó recientemente) unas deliciosas “pellizcadas”. Vaya desde aquí mi reconocimiento tardío para tan ilustre personaje.
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