Siento la misma rabia impotente que la que me invadió en noviembre de 1956, cuando tanques soviéticos entraban en Budapest para aplastar la revolución húngara. Nadie ayudó a los húngaros, nadie puede ayudar a los infelices ucranianos. Todos los ejércitos europeos juntos no pesan nada frente a 200 mil soldados rusos dotados de armamento ultramoderno. Egoístas y comodines, los europeos desarmaron después de la desaparición de la URSS, abolieron la conscripción y se sintieron protegidos por el escudo estadounidense. En cuanto a los EUA, curados de aventuras guerreras y preocupados por China, están muy lejos de Ucrania y, tanto ellos como los europeos, le cantaron mil veces a Putin: "No dispararemos un solo balazo para defender a Ucrania". Putin les hizo caso y desde junio del año pasado se preparó a atacar en toda impunidad.
Siguió exactamente el guion de 2008 cuando aplastó Georgia; hay diferencia de escala -Ucrania es mucho mayor- pero es la única diferencia. Mismos métodos, misma estrategia, misma impotencia de la Unión Europea y de EUA. Ese fatídico lunes 21 de febrero, Putin, frente a su atónito Consejo de Seguridad, evocó la hazaña de 2008, la guerra-relámpago de cinco días, el reconocimiento de las dos republiquetas separatistas de Abjasia y Osetia del Norte, la presencia del ejército ruso hasta la fecha en este 20% del territorio georgiano. En aquel entonces había denunciado el supuesto "genocidio" cometido por los georgianos contra los separatistas. El "Occidente" se indignó, amenazó, se resignó y olvidó.
De la misma manera se indignó, amenazó y se resignó cuando, en 2014, un Putin enfurecido por el triunfo de la revolución ucraniana y la huida de su títere, el presidente Viktor Yanukovich, lanzó sus "hombres verdes", militares sin escudos ni banderas, a la conquista y anexión de Crimea, luego sus paramilitares para intentar la secesión de las provincias de Donetsk y Lugansk: la tenaz resistencia de los ucranianos en una pequeña guerra de ocho años no les permitió ocupar más de la tercera parte de esos territorios.
Putin, siguiendo de nuevo el guion de 2008, denuncia el "genocidio" perpetrado por los ucranianos contra los ruso-hablantes y ciudadanos rusos (ucranianos a los cuales Moscú repartió pasaportes rusos). Aquel tercer lunes de febrero de 2022, anuncia el reconocimiento de la independencia de los enclaves separatistas y la necesidad de mandar al ejército para proteger y ocuparlos integralmente. Luego, el jueves, en un mensaje pregrabado el lunes, lanza la "operación especial" para "desmilitarizar y desnazificar a Ucrania": minutos después empieza la invasión a gran escala de Ucrania por el norte, el oriente y la costa meridional, a partir de Crimea y de la armada rusa situada enfrente de Odessa y Mariupol.
Hay que situar 2008, 2014 y 2022 en su contexto, sin olvidar que Putin inició su largo reino con la cruenta guerra de Chechenia, cuando, en la línea de fuego, declaró a sus soldados: "Iremos a rematarlos hasta en los excusados". En 2000, cuando ganó limpiamente la elección presidencial, fue muy bien recibido por EUA y Europa, al grado de que George W. Bush creyó leer en sus ojos que era un hombre bueno. El 11 de septiembre de 2001, Putin fue el primero en apoyar a EUA; por desgracia, la agresión estadounidense contra Irak, justificada por mentiras, puso fin a las buenas relaciones. El otro factor fue la "revolución de los claveles" en Georgia (2003) y la "revolución naranja" de Ucrania (2004): en ambos casos, los presidentes alineados sobre el Kremlin fueron corridos por movimientos masivos de hartazgo e indignación. Esas revoluciones de color molestaron en extremo a Putin por el peligro que representaban esos "demócratas". Eran insoportables y peligrosos por la posible contaminación "democrática" en Rusia y, más aún, por su deseo de entrar en la Unión Europea y en la OTAN.
Ciertamente, los EUA hicieron muy mal al integrar a la OTAN, en contradicción con promesas anteriores, las antiguas "democracias populares", los exsatélites del Pacto de Varsovia (Polonia, Hungría, etcétera) y hacían peor al favorecer la formación de un grupo GUAM (Georgia, Ucrania, Armenia, Moldavia). Por eso, en 2007, en la Conferencia de Munich sobre seguridad en Europa, en un discurso preciso, duro, Putin protestó contra la expansión de la OTAN. No oyeron. La gota que derramó el vaso fue la sesión de abril 2008 de la OTAN: Bush quería anunciar la próxima adhesión de Georgia y Ucrania. El francés Nicolás Sarkozy y la alemana Angela Merkel se opusieron y se llegó a un compromiso: algún día lejano serán miembros de la OTAN. Tres meses después, Putin contestó con su Blitzkrieg contra Georgia. Y ganó. Modificó manu militari las fronteras de un Estado soberano y emprendió una operación de "limpieza étnica" contra los georgianos. No le costó nada. El mundo paga hoy el precio de no entender la lección de 2008.