El fallecimiento de Luis Echeverría Álvarez, quien fuera presidente de México de 1970 a 1976, abrió tres frentes distintos en mi memoria.
Me ubicó primero en la "filosofía" de algunos usuarios de redes sociales, que supone hay una regla de vida que, tarde o temprano, reconoce o sanciona al ser humano de acuerdo con su conducta, pensamiento equivalente a la profecía de la pareja que tras romper con ella augura la mayor desgracia al otro, pero quien apenas unas semanas después encuentra el amor de su vida.
No, no siempre los malos reciben castigo, ni los buenos premios.
Actuar conforme a lo que obliga la conciencia, existan o no el Cielo y el Infierno, quizá sería lo más apegado a la realidad de la vida, que, como el agua, fluye ajena a juicios de valor y corre de acuerdo con las condiciones que encuentra en su paso hacia la muerte.
Luego evocó una de mis tantas conversaciones con el periodista e historiador Guillermo García, quien me contó cuando casualmente se encontró con Echeverría Álvarez en un elevador de la sede de la Unesco en París, hecho que por la intrepidez de este comunicador y la buena disposición del ex presidente de México derivó en una comida privada.
Lo anterior no hubiera pasado de ser un hecho anecdótico en la vida de García, a no ser por su relato de este acontecimiento, en el que presentó a uno de los políticos de la historia moderna más sujetos a burlas, chistes ofensivos, historias de sangre y acusaciones de mala administración, como un hombre brillante, de extraordinaria cultura y amplia visión del mundo.
"Ni el mayor ingreso per cápita en la historia de México ni la fundación del Infonavit ni la creación de los créditos Fonacot para obreros ni la expropiación de latifundios en Sonora ni el fomento al turismo en Cancún y Los Cabos, tuvieron suficiente peso para neutralizar la sentencia que siempre pesará sobre su gobierno y sus años de secretario de Gobernación: la matanza del 10 de junio, la persecución de la Liga Comunista 23 de Septiembre, el enfrentamiento con los empresarios de Monterrey, el auge tolerado de Televisa. Inútil cualquier argumento en contra de eso y su vínculo con el presidente Gustavo Díaz Ordaz y la matanza de Tlatelolco", observó.
La creencia de una vida toda blanca o negra, añado, es tan falsa como la afirmación de que en la calle sólo caminan ángeles o demonios.
Llegó también a mi memoria la época en la que me transportaba en camión, tiempo en el que observé ejemplos de vida, tanto en el sentido de lo que se debe hacer, como en el campo de lo no aconsejable.
Con relación a esto último traigo al presente la ocasión en la que un ciudadano pedía al operador, infructuosamente, que le permitiera descender. De nada le valía tocar una y otra vez el timbre de la unidad: el conductor, sencillamente, no lo escuchaba o consideraba que el solicitante, un hombre joven y aparentemente sano, bien podía caminar unos metros más bajando en la parada oficial.
Era manifiesto el enojo del pasajero, empero, quizá por prudencia o duda acerca de la respuesta que daría el operador a su reclamo, optó por no lanzar improperio alguno… hasta que descendió del camión. Una vez que estuvo en la banqueta golpeó rítmicamente el costado de la unidad -como quien recuerda al opositor que también tiene una mamá- y, luego, flexionó el brazo derecho, cerró el puño y extendió en repetidas ocasiones esa extremidad, reforzando así su mensaje de ira.
¡Qué cómodo y seguro es denostar y demandar justicia cuando se sabe lejano o desaparecido el sujeto al que dirigimos nuestro reclamo!
Desde mi juventud Echeverría Álvarez encarnó la figura del Estado represor, imagen no únicamente formada por el conocimiento de lo no difundido en los medios de comunicación de la época, sino por las conversaciones de mis tíos universitarios que escuchaba tras la puerta y la discreta ojeada que en la ventana dirigía a los hombres armados que, día y noche, estaban afuera de la casa vecina con el fin de quebrantar la tranquilidad de la familia de un líder estudiantil.
Empero, cabría considerar si vengar un agravio es motivo para pisotear la dignidad propia, como la que conservan quienes saben abstenerse de reclamar hoy al cadáver del hombre ante al que ayer callaron.
A propósito de este caso, es observable finalmente que ni las recompensas ni los castigos obedecen a leyes de una vida que no sabe de justicia, sólo de los claroscuros de quienes en ella transitamos.
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