Trabajando en el país donde se inventó el verde, República Dominicana, para un magnate del sector privado, por supuesto con influencia y actividades en el público, fui invitado a su fiesta de cumpleaños en una de sus paradisíacas fincas ganaderas.
Participaba en la administración de ese sitio para evitar cuestionamientos acerca de mi cercanía con él, cuyo motivo real era brindarle asesoría para sus proyectos políticos. Días antes, como lo hacía frecuentemente, había llegado a mi departamento para invitarme a cenar y conversar. En esas invitaciones a lugares de categoría excelsa, jamás conocí limitación alguna ni insinuación siquiera para liquidar la cuenta. Al contrario, abundaban siempre las peticiones para que seleccionara la mejor bebida de importación o el manjar más suculento.
En más de una ocasión había aprovechado esas cenas para pedirle me autorizara incrementar los salarios del personal de la finca a mi cargo. Esta vez no fue la excepción, como tampoco lo fue su nuevo rechazo.
Hablar sobre humanidad, justicia y esencia compartida para tratar de subir los salarios, fue infructuoso, pese a que la cuenta de una sola de las generosas cenas que pagaba sin la menor molestia, equivalía a la nómina mensual de la finca.
Tras el antecedente anterior, que permitirá entender mejor lo que sigue, regreso al asunto de la invitación al ágape de mi cliente.
Dispuesto a olvidar, al menos temporalmente, el conflicto entre mi papel de servidor del capital y mi conciencia, asistí a la fiesta. Lo que iba a ver superaría el contenido de muchas escenas del cine de Hollywood.
El derroche, lo magnificente, empezó desde el "estacionamiento" de los vehículos de los invitados, donde en lugar de automóviles había modernos helicópteros, muchos de ellos impulsados por turbinas y equipados con asientos de piel.
Dentro del salón en el que tenía lugar la fiesta había música en vivo con un grupo de primera categoría, bebidas sin límite, comida hasta la saciedad y abundancia de damas tipo Bond, James Bond.
Afuera del salón, sentados en el suelo al lado de famélicos caballos amarrados en palmeras, los vaqueros atestiguaban la gran fiesta del patrón, acompañados algunos por sus hijos - candidatos a sucederles en su estirpe de miseria-.En un extremo todo, en otro nada. En una parte, la seguridad de tener hasta lo innecesario; en otra, la necesidad que hacía desafiar cualquier incomodidad.
Tras ese efímero paso por el "jet set", conversé semanas después con mi cliente, una vez más, sobre el tema de los salarios de los trabajadores. En esa ocasión mis argumentos fueron distintos.
Muchas veces estás solo en la finca o con tu familia, le recordé. ¿Te imaginas la creciente carga de resentimiento de tus trabajadores, al ver la magnificencia de eventos como el de tu fiesta y saber a sus hijos con hambre?
En el transcurso de toda mi estancia en el país que inventó el verde, esa fue la ocasión en la que más cercano estuvo el arribo del aumento salarial de los vaqueros.
Espero conocer si algún día llegó a ese lugar la decisión de cambiar para continuar igual.
Inexorablemente, allá y aquí arribará el momento en el que la pirámide social se estremecerá si su cúpula continúa desestimando las necesidades de todos y la propuesta de unos para distribuir mejor la riqueza.
Quizá sea mejor hacer las cosas por voluntad y no por necesidad. Convendría entonces empezar a transformar, en serio, las condiciones que crean la inequidad.
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