Cuando la realidad de las circunstancias se impone a la fantasía del deseo, más vale reír antes que llorar.
Acuñar esta última frase "cuasi célebre" obedece al recuerdo de dos episodios, que distintos en forma coinciden en fondo.
El primero remite a la experiencia que viví allá por los 90 en SARO, una de las aerolíneas de bajo costo pioneras en el país.
Sin entrar en detalles acerca de los motivos que en ocasiones demandaban cierta dosis de valor para abordar sus aeronaves, recuerdo haber sido testigo de un hecho bochornoso en una de ellas cuando un par de jóvenes azafatas abrió la lata de un refresco de cola, acción habitual en el servicio, pero que esa vez tuvo un resultado imprevisto.
Todo apuntaba hacia la normalidad. La nave estable y vigente la expectativa del viajero de llegar sano y salvo alejaban suposiciones sobre lo impredecible. En un instante la situación cambiaría.
Diría que hasta con furia, el líquido salió incontrolado de su envase, bañando, literalmente, al pasajero que deseaba beberlo, siguiendo luego su recorrido en forma de "géiser" hasta rebotar en el techo del avión, desde donde escurrió para seguir empapando a quien sólo deseaba disfrutarlo.
Aunque sorprendidos, los pasajeros que atestiguamos el hecho guardamos silencio, tanto por nuestro asombro como por respeto a la persona que había recibido la indeseada "ducha".
Empero, hubo dos personas que fueron las excepciones de ese comportamiento: la azafata que destapó la lata y su compañera que empujaba el carrito con los refrescos.
Después de tratar de medio secar con varias servilletas al pasajero, más por mero procedimiento que por expectativas de efectividad, el par de azafatas no pudo avanzar más de medio metro cuando cayó de rodillas.
No, no se trataba del acto previo a pedir disculpas al usuario afectado, quien no alcanzaba a pronunciar palabras. Sencillamente, era tan fuerte e incontrolable la risa de ambas que parecía que les era imposible estar de pie.
El segundo caso sucedió cuando hace algunos años platicaba a solas con el gobernador de un estado, a quien con crasa ingenuidad le planteaba algunas propuestas para mejorar su percepción pública, a propósito de una obra que levantaba dudas. Nunca pensé que esto me llevaría a experimentar una situación muy incómoda.
¿Me despidió, regañó o amenazó? No, provocó mi risa.
Sereno, viéndome a los ojos, hablándome en el tono de quien quiere convencer, el mandatario respondió a mis cuestionamientos con tal énfasis que años atrás le hubiera creído que Santa Claus existía:
"Manuel, es el pueblo quien me lo pide".
Sentí cómo los carrillos comenzaron a temblarme e inflarse, en franco desacato a mi voluntad. Estaba a punto de soltar la carcajada y quería reprimirla a toda costa.
Era cierto que esa expresión al más puro estilo de Varguitas, protagonista de La Ley de Herodes, provocaba risa por el humor negro que desbordaba, mas quedaba claro que dejar fluir la emoción que provocaba significaría burlarme de una persona que, fuera o no honesta, tenía una dignidad que yo debía respetar.
Contuve la risa, pero hasta la fecha dudo si mi incómodo trance transcurrió inadvertido.
El primer caso, que desde mi óptica fue un ejemplo de flagrante falta de respeto al pasajero, no por el incidente, sino por la reacción de las auxiliares de vuelo -contraria al don de gentes que posee la mayoría de las integrantes de su gremio-, representaría, además, una de tantas reacciones de los humanos ante lo sorpresivo e indeseado, justo como en el segundo suceso, sólo distinto por la capacidad que tuvo uno de los individuos para reprimir su emoción.
¿Hacia dónde voy? Sólo a cuestionarme las reacciones provocadas por casos, entre muchos otros que surgen casi todos los días en México, como los de la inimputabilidad del tráiler apuntada por la alcaldesa de Acapulco, a raíz de los violentos hechos con relación a la toma de la caseta de Palo Blanco en la Autopista del Sol; la culpa de "los otros" por incumplir el pago a trabajadores de la educación -pilares de toda transformación en el sentido más puro de esta- señalada por el gobernador zacatecano; o las conocidas y reiteradas respuestas de las graciosas majestades de la primavera mientras siguen repartiendo saludos mientras patean el bote de las obligaciones que demandan, en serio, compromiso y valentía.
Al igual que las dos vivencias personales citadas, situaciones como las del párrafo anterior son serias, pero sin duda mueven a risa. De ahí que una opción para aguardar la recepción del pase a la nada o al todo estaría en acatar la sugerencia atribuida al escritor Elbert Hubbard: "No te tomes la vida tan en serio, de todas formas no saldrás vivo de ella".
No obstante, admito que por su continuo desafío a la lógica, la vida de los seres humanos sería una ficción si no doliera lo que en ella ocurre.
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