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Los impulsos de Rusia

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Mijaíl Gorbachov fue el presidente que se quedó sin país. Boris Yeltsin, el presidente que se quedó sin fuerzas. Y Vladimir Putin es el presidente que se quedó sin rivales. Gorbachov intentó reformar la URSS y fracasó, ya que esa potencia desapareció seis años después de que asumió el cargo. Yeltsin intentó hacer de Rusia un país desarrollado y liberal, pero fracasó y tuvo que dejar el cargo ocho años después de la "independencia" rusa. Putin intenta que Rusia sea otra vez una potencia y, tras casi 23 años en el poder, lo sigue intentando, incluso por la fuerza. Sobre las cabezas de estos tres hombres que han dirigido al estado más grande del planeta se posa una realidad geopolítica, varias veces centenaria, que resulta tan inevitable como contradictoria. El gigantismo ruso-soviético es un proceso histórico que plantea la existencia permanente de fuerzas centrífugas disgregadoras y la necesidad perpetua de fuerzas centrípetas integradoras. Es indispensable tener presente esta realidad si se pretende entender el papel que jugó el recién fallecido Gorbachov como último líder soviético y los dos únicos líderes que ha tenido la Federación Rusa.

La historia de Rusia está marcada por un proceso gradual expansivo y la sucesión de regímenes autocráticos aglutinantes, revoluciones e intentos fallidos de reforma. El Gran Ducado de Moscú, heredero de la Rus de Kiev y fundado por Daniil Aleksándrovich en 1283, se extendió en tres direcciones: hacia el oeste, en los actuales límites de la región báltica, Bielorrusia y Ucrania; hacia el norte, en la costa ártica, y hacia el este, hasta los montes Urales. El Zarato ruso, creado en 1547 por Iván IV el Terrible, nieto de Iván III el Grande, artífice éste de la tradición autocrática rusa y de las principales tendencias geopolíticas del estado eslavo, se expandió hacia el sur y el este hasta abarcar desde la parte oriental de Ucrania hasta la costa del Pacífico. Este inmenso estado adquirió la forma de imperio con Pedro I el Grande en 1721, y continuó su expansión en todas direcciones: en Europa incorporó Finlandia, Polonia y Ucrania y, con la conquista del Cáucaso, hizo del mar Negro un "lago" ruso; en Asia Central llegó hasta los límites de Persia y China, y en el oeste conquistó toda la Siberia y cruzó a América para hacerse de Alaska e, incluso, establecer un enclave en la California actual (Fort Ross) a mediados del siglo XIX. Se trataba de un imperio que se extendía por tres continentes a lo largo de 23 millones de km2.

Para gobernar este dilatado territorio, habitado de forma desigual por una multiplicidad de pueblos con lengua y cultura diferentes, se creó un sistema autocrático centrado en la figura del zar (césar), a quien estaban subordinados los líderes de las etnias y gobernadores de las distintas regiones. Era un imperio multicultural en donde el autócrata fungía como factor de cohesión bajo una forma de gobierno monárquica absolutista. Este gigantismo estatal representaba una pesada carga con un riesgo permanente de fragmentación que motivaba constantes demostraciones de fuerza y represión. El siglo XX marcó no sólo los límites de la expansión imperial rusa, sino también su debacle. Tras la revolución de 1905, al zar Nicolás II no le quedó otra opción que la de ensayar una monarquía constitucional muy limitada que, con todo y las concesiones hechas a la Duma estatal (parlamento), mantenía su carácter autocrático. La Primer Guerra Mundial terminó por agotar las fuerzas del imperio que sucumbió tras las revoluciones de 1917. El Imperio ruso se fragmentó en 33 estados, incluida Rusia que, bajo la ideología comunista, se convirtió en el centro de un nuevo megaestado que cobraría forma en 1922: la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El estado imperial fue sustituido por una federación multinacional de repúblicas, muchas de ellas a su vez también federales, y la figura aglutinante del zar fue relevada por el Partido Comunista. Buena parte de los territorios perdidos por el Imperio ruso fueron recuperados por el nuevo imperio soviético que llegó a abarcar 22 millones de km2, casi lo mismo que su antecesor.

Aunque la forma estatal y de gobierno y la ideología política de la URSS eran muy distintas a las del Imperio ruso, las tendencias geopolíticas y los usos autocráticos sufrieron muy pocas alteraciones. Ante la ausencia de barreras naturales efectivas, el eje Leningrado-Moscú, corazón del nuevo imperio, debía ser protegido con grandes masas de tierra al este, sur y oeste. La URSS consolidó el control sobre Siberia, reconstruyó el dominio sobre Asia Central hasta Afganistán e Irán y mantuvo la proyección sobre Europa, convirtiendo a las repúblicas bálticas, Bielorrusia, Moldavia y Ucrania en su muro defensivo occidental. Incluso esta línea de contención se corrió aún más hacia el oeste tras la Segunda Guerra Mundial con la incorporación a la esfera de influencia soviética de Alemania Oriental, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria y Albania, que se convirtieron en satélites de Moscú. Un imperio que iba desde el río Elba hasta el Pacífico. Para mantener la cohesión de semejante masa territorial habitada por pueblos tan distintos entre sí, el Partido Comunista renovó y adaptó a una nueva estructura la vieja autocracia imperial, la cual sirvió lo mismo para eliminar la disidencia que para sostener las riendas desde Moscú, con una estructura federal, de un imperio tan vasto y diverso. Una lectura de la caída de la URSS en 1991 puede ser que, además del desgaste provocado por la Guerra Fría, la carrera armamentista y el anquilosamiento de la economía soviética, al debilitarse el poder autocrático, las riendas se soltaron y las fuerzas centrífugas superaron la resistencia de las centrípetas. Un factor determinante de dicho debilitamiento fueron las reformas emprendidas por Mijaíl Gorbachov, Glasnot y Perestroika. Reformar un estado tan grande sin sufrir fracturas era imposible a fines de siglo XX como lo fue a principios de la misma centuria.

La era Yeltsin estuvo marcada por la crisis y, desde el ámbito geopolítico, por el afianzamiento de las fuerzas disgregadoras. Estados otrora aliados de Moscú se democratizaron y fueron integrados a la OTAN, y repúblicas de la Federación Rusa, como Chechenia, intentaron un camino independiente. El arribo de Putin al Kremlin en 1999 marca el regreso de la visión autocrática del poder y la recuperación de las tendencias geopolíticas históricas de Rusia. En este sentido, el plan del actual líder ruso ha sido frenar la disgregación y mantener lo más posible la adhesión de los antiguos estados soviéticos a la esfera de influencia de Moscú. No es gratuito que Putin haya recuperado símbolos del pasado zarista y soviético. El estado ruso de hoy retoma una herencia que se traduce en impulso y que, como en Georgia en 2008, se manifiesta en las dos guerras de Ucrania, la de 2014 y la de 2022.

@Artgonzaga

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