¿Recuerdas, Terry, amado perro mío, el día que subimos por la verdad del monte cuando aún no era de día?
Me habían dicho que andaba a media sierra una manada de potros salvajes, y que solían ir a beber en el sitio llamado El Aguajito.
Caminábamos en silencio. Ni yo hablaba, aunque contigo solía hablar a veces, ni le ladraste tú a la lechuza que pasó volando casi sobre nuestras cabezas ni al venado que apareció de pronto, sombra fugaz entre las sombras.
Amaneció el día, radiante. Brilló el sol sobre los dos picachos del cerro de Las Ánimas. Llegamos al Aguajito. Ahí estaba la manada, bebiendo las yeguas, en alerta vigilante los caballos. Nos sintieron, claro, y escaparon al galope. ¿Cuántos eran? No sé. 30, 40. Hermosos todos, y todos con el orgullo que da la libertad.
Cuando volvimos a la casa conté lo que habíamos visto. Don Abundio me dijo:
-Esos caballos le pertenecen, licenciado.
-¿Por qué? -quise saber.
-Porque están en lo suyo.
-No -respondí-. Son de la montaña.
De esto ha pasado mucho tiempo, Terry. Y ¿sabes una cosa? He aprendido que yo también soy de la montaña.
¡Hasta mañana!...