El músico soñó una hermosa melodía, más bella que las más bellas melodías de Mozart, Schubert o Chopin.
Despertó al punto, y de inmediato encendió la luz para anotarla. Desolado se dio cuenta de que la había olvidado.
No pudo recordarla, por más esfuerzos que hizo esa noche y en los siguientes días. Y lloraba, porque esa melodía era la más sublime que el mundo habría escuchado y él no la podía repetir.
Su vida se volvió un continuado sufrimiento. Lo consumía la pena. Fue languideciendo poco a poco, y nada pudieron hacer los médicos por él. Murió por fin el músico. Murió de tristeza, pero eso nada más nosotros lo sabemos.
Cuando llegó a la morada celestial el Señor le abrió la puerta de su casa. Entró al músico al Cielo y oyó una melodía hermosísima. Era la que él había soñado. Le dijo al Señor:
-Creí que esa melodía la había escrito yo.
-Tú la escribiste -le contestó el Señor-. Es tu melodía.
Casi todos los músicos se van al Cielo, porque casi todos sufren mucho aquí en la tierra. Allá escuchan sus melodías. Pero eso nada más nosotros lo sabemos.