Hablemos del Padre y del Hijo. Del Espíritu Santo halaremos después, cuando él nos lo inspire.
El Hijo hacía grandes milagros. Resucitaba muertos. Curaba leprosos. Aquietaba las tempestades marinas. Era joven; gustaba de lo espectacular.
En un principio el Padre también hacía esos prodigios asombrosos. Hacía llover 40 días y 40 noches. Confundía la lengua de los hombres. Hacía llover fuego sobre las ciudades. Pero con los años se volvió más sabio, y ahora hace milagros no a su medida, sino a la nuestra.
Por ejemplo, nos da el pan, el techo y el vestido.
El primer día de este mes, como el día primero de cada uno, encendí una vela cuya flama ardió desde la madrugada hasta el anochecer. Su luz me recuerda que eso que considero cosa de todos los días es en verdad un milagro.
Por él doy gracias al autor de todos los milagros.
De los pequeños, como calmar la tempestad marina, y de los grandes, como tener sobre la mesa un pan.
¡Hasta mañana!...