Era menudita y delicada. Vestía modestamente, y no salía de su casa más que para hacer las compras e ir los domingos a la misa de 8 en San Francisco. Yo la veía y pensaba que de joven debió haber sido muy bonita. Tenía tez clara, ojos azules. Su cabello, entrecano, seguramente fue rubio en los años de su juventud.
No se casó, pero mi madre me contaba que a Mechita -Mercedes se llamaba- siempre le habían sobrado pretendientes. Aunque tenía una hermana y dos hermanos se dedicó a cuidar a su padre viudo, que por causa de la bebida sufrió un ataque -así se decía entonces- y había quedado paralítico y sin habla.
Envejeció Mechita al lado del enfermo. Cuando éste murió ella se fue agostando lentamente. Seguía encerrada en su casa, como si el hombre viviera todavía. La gente decía que se pasaba el tiempo viendo el retrato de su padre, y que le hablaba de los felices días que habían vivido antes de su enfermedad.
Un domingo no fue a la misa de 8 en San Francisco. Al día siguiente las vecinas, preocupadas, llamaron a su puerta, y no abrió. Un gendarme forzó la entrada. Hallaron a Menchita, ya sin vida, en el sillón frente al retrato de su padre.
Nadie se acuerda ya de ella. La recordé yo hoy, no sé por qué.
¡Hasta mañana!...