Al-Mutamid se prendó de la bella esclava Ismar. La llevó a su riquísimo palacio y la rodeó de lujos: no había capricho de la amada que él no obsequiara. Cuando ella le dijo que añoraba los días en que amasaba el barro con los pies desnudos, Al-Mutamid llamó a sus siervos y los hizo llenar la piscina del jardín con miel y polvos de canela.
-El barro está dispuesto, -dijo a Ismar.
Otro día la hermosa sollozaba al recordar las nieves que cubrían los montes de su lejana tierra. Pero ¿cómo hacer que cayera nieve ahí, en Sevilla? Al-Mutamid mandó plantar cien mil almendros en las colinas. Cuando florecieron, su perfecta blancura semejaba la nieve que cubre las montañas.
-Me hacen sentir frío -dijo ella con un mohín de disgusto-. Y Al-Mutamid hizo talar los árboles.
Sus amigos le reprochaban tal entrega, y le decían que era esclavo de la belleza de Ismar. Y respondía él con una sonrisa vaga:
-Dejadme ser así. ¡Dura tan poco tiempo la belleza, y se acaba tan pronto la fuerza que se necesita para rendirse a ella!
¡Hasta mañana!...