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Mis vivencias en El Siglo de Torreón (Un homenaje centenario)

HIGINIO ESPARZA RAMÍREZ

En los años setentas del siglo pasado un autobús con 34 pasajeros se salió de la antigua "Curva del Japonés" en la carretera Gómez Palacio-Durango y cayó a las aguas del río Nazas a la altura del parque nacional de Raimundo. Comenzó a sumergirse lentamente, lo cual brindó la oportunidad a los viajeros para salir forzadamente por las ventanillas y ponerse a salvo nadando hacia las orillas a través de una corriente moderada, escasa de remolinos y turbulencias. El aviso del percance llegó por teléfono a la sala de redacción poco antes de las doce del día.

-Don Alfonso, acaba de caerse un camión con pasajeros al río. Necesitamos fotógrafo para la cobertura, yo voy si usted autoriza el viaje, le dije con emoción nerviosa. -Vamos a buscar al fotógrafo y a esperar información de las autoridades. Un viaje tuyo saldría caro y no tenemos dinero, argumentó. Me desconcertó al principio pero seguí insistiendo hasta que lo convencí. En el estira y afloja se perdió tiempo.

-Carmen -le ordenó a la cajera general- entrégale cuarenta centavos a Higinio para que vaya y venga en autobús de Torreón a Lerdo, cobran veinte centavos por la ida y otros tantos por el regreso. (¿Lo dijo en broma o fue en serio?, aún tengo la duda). Quedé estupefacto pero acepté el desafío. Llegué hasta Lerdo en un carro del servicio público alquilado con mi dinero y una patrulla de Tránsito cubrió el traslado hasta el lugar del accidente.

Ya no había pasajeros ni maletas de mano, pues todos fueron transferidos a un autobús reemplazante. El camión siniestrado permanecía hundido hasta las ventanillas porque ya había tocado fondo y lo retenían las raíces acuáticas. Me sentí frustrado. Miré hacia los árboles ribereños y descubrí a un individuo acongojado sentado en cuclillas en el borde del Nazas, con la cabeza metida entre las rodillas y los brazos alrededor. Daba lástima. Era el conductor del autobús. Me senté a su lado y los dos lloramos, uno por la pérdida de la información oportuna y el otro por la pérdida del camión.

***

En la sala de redacción había un solo baño y por lo tanto de doble uso. Taza y lavabo apenas cabían en un estrecho cuarto de un metro por lado. Una puerta de madera con una ventanilla sin vidrio en la parte superior protegía nuestras intimidades. Lo usaban tanto los trabajadores de la redacción como los empleados y jefes de las oficinas contables y administrativas, entre ellos don Jorge González Juambelz, sobrino del director de "El Siglo de Torreón".

Alfredo Rivera Martínez siempre fue irreverente y revoltoso. Entre nota y nota de las que escribía a máquina, vigilaba a los que entraban al sanitario. Tan pronto los urgidos cerraban la puerta, salía presuroso al patio, regresaba con una tina llena de agua y arrojaba el líquido por el pequeño tragaluz. Enseguida volvía al escritorio y reanudaba la escritura con cara burlona. Del baño salían quejidos de estremecimiento de los recién mojados y mentadas de madre sin destinatario fijo. Alfredo aparentaba seriedad y eso lo denunciaba, pues sus compañeros de redacción eran los que reían -o se apenaban- por sus bromas exageradas y ofensivas. En una ocasión entró sonriente don Jorge con el periódico enrollado en la bolsa del lado derecho del pantalón. La sonrisa siempre fue una cualidad distintiva del sub director del periódico y la acompañaba con un saludo caballeroso a los empleados y trabajadores que se cruzaban en su camino. Todos le guardábamos respeto y respondíamos a sus saludos con una inclinación de cabeza como él lo hacía. Le dijimos a Rivera que don Jorge estaba en el baño pero desoyó las advertencias. Arrojó impunemente el agua y huyó al escritorio simulando inocencia.

Don Jorge aguantó estoico el baño. Salió, no dijo nada y volvió a sonreír aún con el agua escurriendo por su cara y un periódico mojado y en desorden. Sólo endureció el rostro al pasar a un lado del escritorio de Rivera a quien miró fugazmente y de reojo, reprochando en silencio su infamante acción… De corazón noble, don Jorge no perdió los estribos y guardó silencio, pero los demás vimos claramente flotar en el espacio una mentada de madre dedicada a Riverita.

***

El buen humor era un comportamiento relajante en los talleres de El Siglo de Torreón y en la redacción. En la prensa los operarios formaban monigotes de papel y los colgaban del techo como si fueran ahorcados. Otro de ellos se tiraba en el suelo y los demás lo cubrían con papales de desecho. Tan pronto entraba el director, licenciado Antonio Irazoqui, en una de sus frecuentes visitas al departamento, el trabajador se levantaba de pronto disfrazado de fantasma y le daba un tremendo susto al añorado jefe. A él si se atrevían a hacerle bromas; no a don Antonio porque a él sí le tenían miedo.

Continuará...

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