La irrupción de la pandemia por COVID-19 nos descolocó tanto a nivel personal como, desde luego, colectivo e incluso en el concierto de naciones. La gravedad de este fenómeno era tal que en los picos del temor ante las consecuencias desconocidas en su momento la posibilidad de superar la situación se escabullía en ocasiones. La ausencia de vacunas para contrarrestar tanto la gravedad como la letalidad presentada por este virus profundizó la sensación de vulnerabilidad social ante esta amenaza que avanzó con rapidez y sin importar fronteras y mares.
La incertidumbre nos sacudía con la fiereza de la oscuridad propia de un túnel sin salida próxima. En esos meses, mientras mujeres y hombres de ciencia aplicada hacían lo necesario y lo imposible para encontrar una respuesta que encendiera la luz de la esperanza en aquel túnel, se recurrió al auxilio de las artes y la religión como posibles espacios de respuesta al sinsentido que emergió. Por momentos la esperanza largamente añejada de un ser humano ¡por fin! más sensible y empático con el entorno y con el resto de la humanidad se acariciaba cercana y posible. De esta saldremos mejores seres humanos, se decía, o tal vez se pronunciaba como plegaria.
Pasaron los meses, la tragedia crecía y a miles de hogares se les arrebataban lo más preciado que tenían: sus integrantes. De esta saldríamos mejores, se repetía, pues ante tal dolor, habíamos palpado muy de cerca la presencia de lo verdaderamente importante en esta vida. Con el tiempo, con resultados nunca registrados en términos de desarrollo de vacunas, la aurora esperanzadora cobró intensidad, se había dado con tierra a la vista, solo era cuestión de vestir paciencia para protegernos con la vacuna. De esta saldríamos mejores, además.
Nos encontramos en estos días con realidades mixtas respecto a la pandemia. Por un lado, la población que ha tenido acceso a la aplicación de la vacuna parece estar bastante bien protegida ante la amenaza. A pesar de la desigualdad también expresada en este proceso, los países que han logrado vacunar a la mayoría de su población con mayor riesgo han regresado a buena parte de sus prácticas normales típicas de los tiempos prepandémicos. A pesar de las noticias que reportan una nueva ola de contagios, las vacunas no solo han sido antídotos efectivos contra el virus sino también han fortalecido la confianza de mejores meses por venir.
¿Somos mejores humanos ahora como supusimos en momentos de desolación durante la pandemia? Mirarnos al espejo del dolor y la incertidumbre, ¿nos ha hecho más sensibles y empáticos? Apenas la humanidad ha comenzado a abrir los brazos al regreso de la normalidad podemos afirmar, como aquel filósofo que con linterna en mano iba buscando un "hombre de verdad" y no lo hallaba por ningún lado, que no encontramos a esa mejor humanidad. No nos ha despertado la esperanza cumplida sino el estruendo de la barbarie y la estupidez del invasor y sus ínfulas de superioridad propias del mediocre cobarde envuelto en armamento.
Está muy lejos la guerra, pudiera decirse, pero precisamente la pandemia ha mostrado que en un mundo tan interconectado ya nada es distante geográficamente. Tal vez el bombardeo no lo resentimos aquí, pero sus impactos los habremos de notar en precios al galope, cadenas de suministro paralizadas y planes detenidos. Pandemias y guerras rompen geografías, y sólo la insensibilidad las considera ajenas o lejanas.
"La historia no se repite nunca. Los seres humanos, siempre", escribió Voltaire, y aquí estamos, otra vez ante escenarios de guerra, ante megalómanos con fusil y frente al cálculo estratégico de la tribuna. Si salimos con linterna en mano en busca de quienes íbamos a ser mejores tal vez encontremos el mismo resultado de aquel filósofo de pies descalzos, pero de corazón arropado. Quizá no sea necesario salir a la calle con la linterna, sino tan solo elevarla frente al espejo y entonces responder. Atrevernos a responder.
@EdgarSalinasU
