Una característica de los megaproyectos que implementa el actual gobierno federal ha sido la resistencia de actores, principalmente locales, a ellos, la cual se manifiesta en acciones colectivas sociales, político-mediáticas y jurídicas, las cuales han retrasado iniciarlos o avanzar en su ejecución. Ha sido una constante común sobre la cual es importante preguntarnos a que obedece.
En algunos casos los opositores al gobierno federal inciden en estos procesos con el fin de provocar la no conclusión o el fracaso, pero quizás en la mayor parte son resistencias ante la presunción o posibilidad de que los impactos ambientales y sociales no fueron debidamente contemplados en los instrumentos legales que justifican las obras, particularmente las manifestaciones de impacto ambiental (MIA), o afectaciones sociales a poblaciones y comunidades que habitan o realizan las actividades que sustentan sus formas de vida en los trayectos o sitios donde se realizarán las obras.
La magnitud de los proyectos que implican grandes inversiones públicas inevitablemente tienen un impacto social y ambiental trascendental, y por su propia naturaleza son obras que requieren períodos de tiempo más prolongados que los tiempos políticos de los gobernantes que los promueven, lo que con frecuencia puede significar retrasos que afectan no solo su imagen, sino que pueden convertirse en obras inconclusas que sus sucesores no los consideran prioritarios, abandonándolos o dejándolos a medio funcionar. La lista de obras que heredó el actual gobierno federal es una evidencia clara de la incompetencia o incapacidad de sus antecesores en esta cuestión, para muestra solo basta un botón en el área de salud.
Una debilidad que adolecen estos proyectos es que son obras de gobierno, no de Estado, que se originan desde la planeación de las mismas. En el diseño de un plan o programa, público o privado, es fundamental considerar a los actores que se verán beneficiados y, particularmente, perjudicados por las obras. La parte medular de esa debilidad es la falta de consenso sobre las obras, porque la construcción de consensos que debe nacer desde quien la promueve y quien la regula, pero históricamente el aval de los actores locales se hacía sobornando a los liderazgos de las comunidades o grupos que se verían involucrados, aunque en el mayor de los casos se realizaban consultas sin proporcionar la suficiente y veraz información a los posibles afectados, algo a lo que llamamos consultas patito que una vez iniciada las obras, públicas o privadas, ocurría una reacción de ellos, también en el mayor de lo casos, en contra.
Diríamos que estas formas de actuar, de empresarios y gobernantes que realizan dichas prácticas, es un rasgo de sociedades donde la gobernanza es débil o inexistente, es una herencia de la estructura corporativa en que históricamente se ha basado el régimen político (no un gobierno en particular, sino la forma sistémica en que se relacionan gobernantes y ciudadanos durante un largo período de tiempo), propio de sociedades no democráticas o con democracias débiles e incipientes. Pero los tiempos han cambiado, el propio ascenso de los gobernantes federales actuales es un ejemplo de que la sociedad mexicana se hartó de la manipulación y votó pensando en que es posible cambiar el régimen político, aunque para que esto sucede se requiere más de un período sexenal porque, inevitablemente, a menos de que acceda al poder mediante una ruptura violenta con el anterior (una revolución), en la transición democrática se verá inmerso en las prácticas inherentes al viejo régimen político, y esto implica que recicle a funcionarios conversos o nuevos que no entienden o siguen aprovechándose de los cargos que tienen para beneficio personal y seguir operando como si nada pasara. En el gobierno actual hay casos emblemáticos de este tipo.
Lo anterior nos indica que aún no cambia el régimen político, que se requerirá un enorme esfuerzo desde los ámbitos de la sociedad política (gobernantes) y, sobre todo, de la sociedad civil (ciudadanos) para lograrlo, de que hay que plantearse cuales son las formas o modelos de gobernanza que posibiliten esa transición con mayor gobernabilidad. Un aspecto medular en esa transición es que toda obra, y significativamente cuando se trate de una mega obra, se debe diseñar como una política de Estado, como un proyecto que se sujete a mecanismos institucionales que trasciendan los períodos en que los promoventes ocuparán cargos públicos, en particular cuando sean obras realizadas con fondos públicos.
Uno de esos mecanismos institucionales es la forma en que se construye el consenso con los beneficiarios y/o afectados con la obra, lo cual implica que se realice un diálogo público, amplio y transparente, en el que se agoten los pro y contras que esta implica, y de que, en particular las afectaciones, que las habrá, tengan alternativas para que los impactos ambientales y sociales se puedan mitigar o remediar. Los afectados tendrán la oportunidad de expresarse y defenderse, y aun cuando de todos modos la obra que tendrá un benefició público, o incluso privado, denotará no sólo su pertinencia por el interés que persigue, sino también tendrá mayor viabilidad. El diálogo es fundamental en la construcción de consensos, permitirá a los actores involucrados reflexionar si la obra es la adecuada para atender la problemática que pretende resolver, las dificultades que enfrentará y los alcances que tendrá.