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HIGINIO ESPARZA RAMÍREZ

Uno de los mayores goces que tuvo don Antonio de Juambelz y Bracho al frente de El Siglo de Torreón, aparte del enorme prestigio alcanzado por el periódico a nivel regional y nacional, fueron las ediciones "gordas", o sea aquellas que excedían al tiraje normal de las primeras épocas -doce a dieciséis páginas- y salían a la calle con veinte o veintiséis y más gusto le daba cuando oscilaban entre las treinta y cuarenta en situaciones extraordinarias, es decir, cuando todas las páginas salían atiborradas de anuncios publicitarios.

Y no salía a comer a su casa por ninguna puerta secreta: lo hacía directamente por el departamento de anuncios e hizo famosa la pregunta dirigida a la jefa del área publicitaria: -¿Cuántas páginas tenemos para mañana señora?

-Veintitantas don Antonio (o treinta o cuarenta, en fin) le respondía con regocijo la compañera a cargo del departamento de publicidad .

Día a día se repetían las preguntas y respuestas hasta llegar a lo lacónico:

-¿Cuántas? -Tantas. (¿Cuántas páginas vamos a sacar mañana?, la pregunta completa del jefe. Y Celia le hacía segunda: -"Uuh, muchas jefe" y don Antonio sonreía de oreja a oreja, plenamente satisfecho y hacía la V de la victoria con el puro entre los dedos índice y medio, un gesto que a mí, en lo particular, me recordaba a Winston Churchill después de ganar la guerra. Don Antonio ganaba esas guerras diarias con sus aliados, los trabajadores de todos los departamentos, desde el modesto taller de fundición hasta el área administrativa a cargo de don Alfonso Esparza Hernández, quien a su manera compartía los logros: repartiendo vales para préstamos en la caja, atendida por Carmen Castañeda, famosa por un viaje que hizo al Vaticano pagando el viaje con sus ahorros.

Gracias a tan extraordinarios tirajes, los camaradas del departamento de prensa se hicieron ricachones como los diputados y senadores del Congreso de la Unión, con la salvedad de que aquellos trabajan y estos no, despertando la envidia del resto del personal los días de pago, o sea los sábados (cobraban salario extra por cada página que rebasara el tiraje normal, de acuerdo con el contrato colectivo de trabajo) pero raramente el periódico se quedaba en las doce o quince reglamentarias.

Ellos, los prensistas, recibían sobres amarillos alargados repletos de billetes de alta denominación mientras que los otros, los trabajadores del montón -Rodrigo y un servidor, por ejemplo- recogíamos unos sobrecitos escuálidos con unos cuantos billetes de a cien pesos entreverados con vales de descuentos, correspondientes a los préstamos autorizados por don Alfonso Esparza. Rodrigo abría su sobre y soltaba el llanto y yo le daba palmaditas en el hombro: -Ni modo, Negro, así es la vida…

Los afortunados prensistas ahora son jubilados y muy felices. Nunca dejan en casa su presuntuosa sonrisa. Continuamente viajan por el extranjero y lo presumen. A sus ex compañeros se les enchina el cuero de pura envidia y vuelven (volvemos) a llorar.

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