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COLUMNA

Ser mejores

JOSÉ EDGAR SALINAS URIBE

Habría que ser muy caradura para no sentir molestia, frustración o indignación por mucho de lo que pasa en los días que corren. La cotidiana violencia contra las mujeres que en el país suma víctimas a diario y rasga el alma de familias enteras; la impotencia ante el riesgo percibido a flor de piel en cientos de poblados dominados por el crimen organizado; las dificultades diarias que impiden o encarecen a miles de familias la posibilidad de llevar a la mesa los alimentos necesarios; y la retórica de la distracción como antídoto contra todo eso. Lo anterior por mencionar solo algo de lo que ocurre en el país y sin sumar a ello desgracias en otras tierras, como la invasión a Ucrania, pero también con impacto por estos lares.

Hace dos años, cuando la pandemia aceleraba su paso y la ciencia, apurada y a contrarreloj no atinaba a ofrecer esperanza alguna todavía, la sombra se tendía sobre el mundo entero. Parecía que el abandono nos señalaba. Como ha sucedido en otras épocas de igual o mayor tragedia, algunas voces se atrevían a decir lo difícil de conceder entonces: creer que de esta saldríamos pronto y que, además, saldríamos mejores humanos. Que esta generación aprendería rápido la lección de verse contra las cuerdas durante meses, aporreada por la amenaza de la muerte masiva, la parálisis de la economía y tantas otras actividades igualmente afectadas. Había quien, a manera de plegaría, repetía que de esta saldríamos mejores. No dudo que creyentes de todo el orbe oraban porque así fuera e imaginaban la llegada de un nuevo modo de relacionarnos, más solidario y justo. Tampoco tendría duda de que utopistas sin dioses ni credos concedieran posibilidad en sus deducciones a que este golpe removiera las entrañas de la humanidad y que quienes desde el poder pudieran, como guardagujas, reorientarían la inercia del viaje mundial para llevarlo por rumbos más igualitarios.

Al cabo de poco más de dos años los países del centro han comenzado a levantar restricciones obligadas por pandemia y gracias a que, sobre todo en esas naciones, la vacunación ha sido masiva, se comienza a hablar de esa crisis en pasado y las precauciones sanitarias ligadas son vistas ya como una carga que es lícito soltar. Las cortinas se han corrido para volver a abrir las ventanas a eso que se le llama normalidad. Regresamos de la larga noche. Pero abrimos los ojos y la nueva humanidad no parece haber llegado. En lugar de nuevos cantos de fraternidad, hemos escuchado, vaya desgracia, el sonido de tambores bélicos. Abrir las puertas no ha significado que la solidaridad se apodere de las calles, sino da la impresión de que una jauría oculta ansiaba este momento para hacer notar que el mosaico de la normalidad sin violencia y sin hacer daño no parece posible. Si leemos el periódico por la mañana y recorremos las noticias, todo indica que no, no somos mejores como posiblemente se pensó que seríamos a estas alturas, luego de haber aprendido las lecciones que la pandemia ha dado.

En estos primeros meses del año, se ha dicho más veces que estamos al borde de la tercera guerra mundial que, por ejemplo, en la antesala de un novedoso pacto fraterno universal. En el país, el tianguis político dispone en su tenderete la obsesión por el conflicto, como si todo debiera convertirse en confrontación. Aquel nombre fatídico de película "Sin lugar para los débiles", pareciera la brújula de quienes, por la vía de los hechos, ven a nuestras comunidades, al país y al planeta sin lugar para ser mejores y, bien por el contrario, una enorme cancha para el juego del conflicto.

Ahora que por pies parece que salimos de la pesadilla se puede constatar que no, no somos mejores. Nada nuevo bajo el sol. Tenemos ante nosotros los mismos temas que la literatura universal ya ha abordado y repetido. Si el Covid-19 no empujó ni tantito el arribo de una mejor humanidad, ¿qué sí lo hará? Hay quien ha sugerido que el cambio comienza cuando se tiende la cama.

@EdgarSalinasU

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Escrito en: editorial Edgar Salinas Uribe editoriales

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