Cien años después, el Don vuelve a casa. Lágrimas y sonrisas escapan en su rostro ajado por los vientos del tiempo. Las emociones lo conmueven y los recuerdos lo atrapan. Abrazos, saludos, apretones, besos en las mejillas y aires de benevolencia en los ojos curiosos, expectantes y también, regocijados por la presencia de Don. "Usted ha sido parte de la historia centenaria siglera, usted ha sido de los muchachos consentidos", le dicen y se enorgullece.
Don avanza por la alfombra roja a un lado del director de El Siglo de Torreón, don Antonio González Karg de Juambelz y en ese momento se siente una estrella, entre aplausos y bienvenidas y un calor humano que generan los nuevos compañeros y los viejos camaradas de labores, de sueños y sonrisas que confirman sus querencias: el diario defensor de la comunidad.
Una multitud se extiende hacia el lado oriente del gran patio interior donde esperan, inquietos, los actuales trabajadores de El Siglo de Torreón: reporteros y reporteras, administrativos, contadoras y contadores, prensistas, oficinistas, editoras y editores, esquemadores, y entre ellos, los jubilados, los invitados de honor, a quienes arropan con sus afectos y admiraciones.
Todas las mesas están ocupadas; en la mesa central los directivos, los hombres y mujeres que llevan sobre sus hombros el legado de don Antonio de Juambelz y Bracho, el fundador de El Siglo de Torreón y lo hacen con un manifiesto orgullo porque gracias a su tenacidad, el diario sigue ocupando un lugar de privilegio en el diarismo regional.
Las emociones no tienen freno y estallan con la presencia de los dos grupos de mariachis que amenizaron la convivencia; las soberbias interpretaciones del cantante Norberto Flores, imitador del célebre Juan Gabriel y los hermanos Ríos, con sus dos guapas cantantes derritiendo los micrófonos con su bel canto.
Al Don se le encienden los cachetes cuando acuden a saludarlo, con abrazo y beso, sus antiguas compañeras de trabajo -antiguas, no viejas, que conste- encabezadas por Rosario de Fátima, Marcia Terrazas, Ana María Vaquera, Liliana Vega, Isabel García, Lupita Villalobos, Yolanda Ríos. El momento fue propicio para que el recién llegado, conociera por fin, es decir, personalmente y no por teléfono a sus editores de nuevo cuño: Socorro de la Luz Muñoz Yáñez, Perla Graciano, Mariana Onofre y Gabriel Acosta, un joven editor cuyas primeras palabras -en el inicio de nuestra relación profesional- fueron un aliento para seguir insistiendo en la publicación de mis textos: "Sus escritos me gustan mucho", me dijo aquel día y me dio alas para llegar a la silla que me esperaba en una mesa de la comida del día. Daniela Ramírez, editora de Siglo Nuevo, también estuvo presente en este grupo de periodistas de nuevo cuño. A lo lejos, mesas y sillas de por medio, me saludó con la mano el licenciado en economía Guillermo Muñoz, papá de Cori y al tenerlo más cerca le susurré al oído: "Recomiéndame".
Todos ellos se retiraron a sus asientos y yo me acomodé al lado de Roberto López y Claudio Martínez Silva, dos compañeros de la vieja guardia -es un decir, pues siguen igual de jóvenes, aunque al primero ya se le notan las canas en la barba. Su atuendo muy elegante, lo mismo que el que lucía Jesús Máximo Moreno Mejía, el visitador de las mesas vecinas que no descansaba tomando fotos con su teléfono celular.
El acceso al patio del centenario no fue nada fácil para mí: empinadas escaleras me esperaban como con ganas de que diera un tropezón, pero un ángel guardián me protegía con su cercanía, un guardia de la puerta que gentilmente se dio tiempo para acompañarme en el ascenso, ascenso y ascenso, hasta llegar al objetivo. La mente, en mi caso, falla: trabajé casi 50 años en El Siglo y no me acordé de la mentada escalera y tampoco del sótano. ¿Será que como redactor nunca bajé al submundo de los almacenes y bodegas que forman parte de la gran estructura de papel y letras que dan forma al periódico? En la antigüedad esa estructura la componían: redacción, linotipos, formación, fundición y prensa y las chicas, que no pueden faltar en ningún personal que se precie de eficiente, todavía no llegaban al periódico. Ahora hasta un estacionamiento privado complementan la gran superficie donde se levanta el centenario diario ubicado en la avenida Matamoros, entre Rodríguez y Acuña.
Al principio el Don se comportó como un provinciano, pero un mezcal curado lo puso en onda y se aflojaron las tensiones. Llegaron los platillos y las aguas frescas: mole en su salsa, un guisado de carne y chile, arroz a montones y los chicharrones, los de cerdo naturalmente, conservando olores y sabores que han convertido al tal alimento porcino en un enemigo alborotador de los estómagos sin flora ni fauna.
-"¿Bailamos don Higinio?", le propuso al Don una de sus compañeras de pasados tiempos y aquel tuvo que agarrarse del respaldo de la silla para decirle: "No bailo porque me desarmo".
Un budín le dio sabor al paladar de los comensales y la fiesta se desgranó en el foro central donde, poco antes, el señor director del diario transmitió un mensaje de reconocimiento a todos los trabajadores que participan en la gran aventura estelar de El Siglo de Torreón, con una mención espacial a los antiguos, a los jubilados, a los que se encuentran en retiro y a quienes siguen fieles al compromiso. Premios diversos fueron la recompensa y los abrazos se repitieron. Ahora sí disfruté el momento: al regreso de las damas galardonadas, me levanté rápido de la silla (las reumas desaparecieron como por encanto), les di un abrazo y ellas me dieron un beso en las mejillas, posamos para la foto y se repitieron los arrejuntones. Me dieron ganas de botar el bastón, báculo, cayado, muleta, pero me di cuenta que no lo llevaba. Lo dejé olvidado en el cajón de mis desmemorias.
Mi regreso ocasional a El Siglo de Torreón me dejó una grata impresión. Palabras y actitudes de los directivos y la planta laboral (entiendo que aquellos también laboran) comprobaron una vez más que los jubilados no hemos sido olvidados; que se nos tiene en cuenta y no tenemos porqué buscarle peras al olmo, en el caso de los que siguen empeñados en la escritura, como es mi caso.
Aprovechando el feliz momento de la comunión espiritual que surge entre las personas que dejan de frecuentarse por largo tiempo, me acerqué a la licenciada Patricia González Karg, presidenta del consejo de administración del diario, la saludé con gran afecto, ella respondió en la misma forma. Hablé de la belleza impresionante de su señora madre, doña Olga de Juambelz y Horcasitas y le dije: "Usted, Patricia, es igual de bella", y sonrió, feliz. Un abrazo y un apretón de manos rubricaron el muy grato instante.
De pronto, la magia desapareció, estallaron los globos de la inevitable realidad y llegaron y se fueron las despedidas. "Qué gusto verlo de nuevo don Higinio", "Que le vaya bien don Higinio", "Hasta luego don Higinio", se repitieron en el camino de ida y a partir de ahí, adopté el Don como mi nuevo hombre. Pero no me gusta y sólo lo usaré para presumir que la longeva existencia del mismo modo me distingue, si bien el mentado Don es propio de los mafiosos sicilianos. Caminé hacia el largo portal que da hacia la avenida Allende, solo en esta ocasión, salí en busca del automóvil de Máximo quien se ofreció a trasladarme a casa. Ya no hubo escaleras ni pasillos engalanados con las efigies de don Antonio y facsímiles de las portadas más sobresalientes de El Siglo. Iba a caminar hacia el lado poniente, pero me acordé que por ese lugar los guardias de aquel lejano 2001, año de mi jubilación y de la jubilación de Jesús Máximo y de Rodrigo Caballero, los tres en paquete, nos sacaron a la calle luego de recibir de manos del licenciado Frigolet (presente del mismo modo en el convivio) los cheques de la liquidación, hace muchos, muchos años. Recuerdo la diligencia y se lo dije cuando nos saludamos y repitió: -no se le olvide que a mí también me jubilaron, así es que estamos iguales.
Regresé por ese mismo camino, y a unos metros de la esquina con la calle Acuña, me senté en una banca en espera de Máximo. A mis espaldas, la fachada de la cantina "La Rivera" y pensé: si no veo a Jesús Moreno, me meto al bar, al urinario, que conste. Pero no lo hice: la vieja cantina ya no opera, cerró, precisamente, por vieja.
Máximo me llevó a casa, bajé de su coche, y me senté en una silla jardinera para explayarme en las meditaciones. Lágrimas y sonrisas volvieron a aflorar a mi cansado rostro y más tarde, las fotos del inolvidable encuentro, enviadas por correo electrónico por mi compañera y amiga Fátima de Rosario López, borraron los pensamientos tristes y agilizaron dedos y mente para escribir este texto de remembranzas, con un agregado que encierra viejos anhelos, retos superados y recompensas merecidas.
(En una larga mesa de cantina, departían siete alegres bohemios de la pluma y el papel: Patricia González Karg de Juambelz, Enriqueta Morales de Irazoqui, Antonio González-Karg de Juambelz (qué bien baila jefe) Alfonso-Karg de Juambelz (gracias por sus palabras) Enrique Irazoqui Morales, María del Socorro Soto Navarrete ¿(y mis cheques Socorrito?) y Socorro de la Luz Muñoz Yáñez (no se le olvide abrirme espacios en la sección Laguna) Corrijo: Salvo los mezcalitos, no era una mesa de cantina, era la mesa central del ágape, eso sí, con tintes de bohemia, una bohemia despreocupada y dichosa de la vida, compartiendo ánimos y entusiasmos, sus verdades y rumores; su presencia diaria y puntal en el mundo de los sucesos internacionales, las finanzas y el deporte, los espectáculos, el arte y la cultura,(Las palabras tienen la palabra de don Juan Recadero), la literatura y la vida y sociedad de nosotros, los laguneros, sin faltar Mandrake, Archie, Educando a Papá, El Hombre Araña, Aunque Usted no lo Crea y un crucigrama arriba y otro abajo y planeando ya los dichosos bohemios, el esplendoroso facsímil de la primera página de EL SIGLO publicada el domingo 22 de febrero de 1922, con los tecolotes custodiando el título emblema, y un saludo: "He aquí un periódico que nace con muchas y muy fundadas esperanzas de alcanzar, a la vez que el favor del público, larga vida… (Cien años después, aquel sueño se ha cumplido).
"Las doce compañeros", digo y me despido de la cofradía siglera que por muchos años me acogió en su seno. A la calle otra vez, es mi destino pero ni modo, así es la vida. "Máximo, "!Nuestra encomienda en este mundo, cumplida está! Y como el tecolote dijo: En el próximo centenario !Aquí nos vemos) ¿O usted qué opina estimado lector?