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Sobredosis de streaming

El bombardeo de los videoclubs contemporáneos

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IVÁN HERNÁNDEZ BENÍTEZ

Eran negocios que aparecían, y desaparecían, con suma facilidad.

Hasta en zonas humildes de la ciudad había, con apenas una distancia de un par de cuadras entre uno y otro, tres o cuatro de estos establecimientos, parecían Oxxos.

Para emprender en este giro bastaba con adquirir la mercancía, rentar una habitación, meter en ella un mostrador y cubrir las paredes con las carátulas de los títulos disponibles.

La membresía formaba parte del negocio. Cubierta la cuota de inscripción, el administrador pegaba la foto del cliente sobre un rectángulo de cartón (la credencial del club con vigencia de un año). Se abría un expediente con el nombre del miembro nuevo, es decir, una hoja de registro en la que se apuntaban el título de la película rentada, la fecha de salida y la fecha de entrega.

Frecuentar un videoclub significaba vivir una aventura cotidiana.

El cliente elegía entre ninjas, monstruos, soldados, asesinos, ladrones, detectives, policías, zombis y demás. Se iba a casa con la gala, o el bodrio, de su elección y el compromiso de devolverla al cabo de cuarenta y ocho o setenta y dos horas. Incumplir generaba recargos y hasta la cancelación de la membresía.

¿Qué historias había guardadas en los videocasetes, primero Beta y luego VHS, facilitados por aquellos emprendedores del entretenimiento?

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